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Hace tres días celebramos el lanzamiento de esta segunda temporada en Farmacia Internacional, en Ciudad de México, cocinando pescados a la brasa y vendiendo guarapos y fermentos de Umani. También imprimimos un pequeño fanzine con una selección de cinco textos de la primera temporada que estaremos vendiendo en diferentes puntos de la ciudad. Si lo ven y pueden comprarlo estaremos muy agradecidos. Estén al tanto de esto y otros anuncios en nuestro Instagram.
Ahora sí, a lo que vinimos.
For the english version press here.
En su ensayo What's Happening in America, publicado en la revista Partisan Review en 1966, Susan Sontag se refiere al radicalismo social de la juventud estadounidense de la época (los marchantes en contra de la guerra de Vietnam, los de la revolución sexual, los idealistas, los socialistas y los que entregaron su libertad al disco) y escribe lo siguiente:
“Entre ellos abundan los farsantes, los vagos y los que simplemente se voltean. Pero los deseos complejos de los mejores: el de comprometerse y de “desertar”; el de ser hermosos a la vista y al tacto así como ser buenos; el de ser amorosos y tranquilos tanto como ser militantes eficaces— son deseos que tienen sentido en nuestra situación actual”.
Aunque Estados Unidos es un país diferente al que Sontag habitaba en los sesenta y por ende su juventud y sus luchas también, esos deseos siguen teniendo sentido. La frase podría describir muy bien a Telly Justice, quién escribe el texto de hoy y quien sin duda en la cita de Sontag pertenece al grupo de los mejores.
Telly, a quien conocí hace años trabajando en una cocina en Nueva York, ha militado activamente por sus causas de todas las formas en que lo haría alguien en 2021. A su activismo cibernético, social y político se le suma otro campo de batalla, el espacio que ella habita como Sontag habitaba la escritura: la cocina. Desde ahí empieza su revolución.
La liberación de los potlucks queer
Por Telly Justice
Tenía 18 años cuando intenté cocinar pasta por primera vez. Fue un fracaso total. Le aventé mantequilla al agua hirviendo, nunca revolví los fideos y terminé con un masacote pegajoso y brillante de grasa. Una comida arruinada es un aprendizaje poderoso. A los 19 compré un procesador de alimentos y durante meses llené la nevera de inmensas cantidades de humus, salsas rústicas y sopas hechas en casa. A los 22 me corté por primera vez en una cocina profesional mientras picaba una cebolla.
Recuerdo claramente qué estaba haciendo, dónde estaba y más importante aún con quién en cada uno de esos eventos de apariencia mundana. Están arraigados en mi memoria como eslabones que forman una cadena para amarrar un propósito: busco mejorar mi vida y las de las personas que quiero.
A los 18 años me fui de casa de mis padres en un acto de desafío queer. Estaba cansada del acto disociativo de vivir en el clóset frente a la gente que me rodeaba en mi pueblo y en mi propia familia. Estaba desesperada por descubrir un lugar donde pudiera ser yo misma. Quería vivir abiertamente, con la honestidad que ofrece la libertad, pero en la juventud me hacían falta algunas habilidades esenciales para mi propia supervivencia. En mis ojos cocinar no era más que calentar una lata de sopa y meter una bolsa de palomitas de maíz al microondas, un hábito bastante desnutrido. Me tomó un tiempo darme cuenta que cuidar mi cuerpo, especialmente a través de la comida, era el acto más radical de amor queer que podía ofrecerme a mí así que empecé a hacerlo.
Tenía 22 años cuando me invitaron a mi primer potluck queer. Al recibir la invitación no sabía qué significaba la palabra. Tuve que googlear:
Potluck; sustantivo inglés: 1) usado en referencia a una situación donde se toma el riesgo de que cualquier cosa disponible será buena o aceptable. 2) En Estados Unidos: una comida o fiesta en donde cada invitado contribuye con un platillo.
Las dos definiciones son apropiadas en mi experiencia. Pero los potlucks queers son diferentes. Son protestas joviales que se rebelan en contra de la sensación de competencia corrosiva que se siente en los lugares demasiado normativos. Son resistencia y su cultura es la de experimentar de formas singulares, extrañas, llamativas, descaradas y humildes la naturaleza de lo espontáneo y de lo diferente.
Me he preguntado por qué en Estados Unidos algo así se siente tan único y tan extraordinario. Hay millones de representaciones comunitarias basadas en cocinar y comer en otras culturas del mundo en donde celebrar e intercambiar recetas es parte de la cotidianidad. Pero aquí en Estados Unidos nuestras costumbres alimenticias aún se informan por la mentalidad de la escasez. Hay una profunda perspectiva norteamericana que cree que compartir es peligroso y que los espacios comunitarios son ocupados por perezosos y vagabundos que sólo buscan limosna. Compartir, en general, no hace parte de las costumbres culinarias de este país.
Cuando me invitaron a mi primer potluck queer ya había recopilado suficientes técnicas y habilidades culinarias como para emocionarme por cocinarles a mis amigxs queer, a la familia que elegí. Así lo sentía, eran realmente mi familia. Por esos días estaba viviendo gratis en donde unxs amigxs, a cambio de cuidarles la casa y sus gatos mientras viajaban por Alemania. No tenía trabajo, estaba apenas sobreviviendo, trabajando como voluntaria y comiendo sobras del mise en place viejo de los restaurantes que mis amigxs de la industria podían llevarme luego de terminar la semana de servicio. Mi vida era simple, era difícil y romántica.
Ser queer y hacer parte de una comunidad queer que se materializaba orgánicamente a mi alrededor era mi júbilo. Lxs queers eran mi sistema de apoyo. Mis terapeutas, mis amantes, mis estilistas, mis camaradas. Eramos nuestro propio entretenimiento y nuestra propia red de supervivencia. Podrían preguntarle a cualquier queer sobre su juventud y probablemente escuchen cuentos similares, porque somos magia simplemente por atrevernos a existir y por resistirnos a permanecer invisibles. Todo nuestro sufrimiento puede ser hermoso visto a través del prisma de nuestra experiencia colectiva.
Los potlucks queer se formaron a partir de esa rebeldía. Juntarnos a compartir una comida cocinada colectivamente, que alimenta el espíritu comunal y alienta a cada participante a vivir su libertad de la mejor manera que pueda se sentía extraordinariamente radical cuando tenía 22 años. Todavía se siente así.
El día de ese primer potluck revisé entusiasmada las páginas de mis preciados libros de cocina pensando en lo que les gustaría comer a mis amigxs queer. Elegí un plato de yuca horneada, la receta me pareció ideal. Nunca antes había usado la yuca, estaba terriblemente inconsciente de mi ignorancia. El plato quedó gomoso e imposible de comer. Mi corazón se rompió. Quería hacer el plato perfecto para mi querida comunidad y en vez de eso llegué con un desastre entre las manos.
A nadie le importó, más bien admiraron mi audacia de intentar algo tan fuera de lo que estaba acostumbrada a hacer. Celebraron mi esfuerzo aunque haya llegado con un desastre. Nadie se comió la yuca, obviamente, pero descubrí que un plato ejecutado a la perfección no es lo más importante de cocinar. El propósito de la comida es la comunión, es juntarse a compartir, a gozar y a exaltarse en la mesa.
Esa noche aprendí más sobre hospitalidad y comida de lo que aprendería durante muchos años trabajando en restaurantes famosos de chefs importantes. Aprendí que uno debe ser intrépido y valiente si pretende cocinar desde el corazón. Que se debe desechar la posibilidad del fracaso. Cocinar, así no resulte en comida deliciosa, no es sino un triunfo.
A los 23 empecé a cocinar en restaurantes serios, liderados por chefs ambiciosos. Fue el mismo año que salí del clóset como una mujer transgénero. Muy rápido me di cuenta que era tan ingenua en las formas de las cocinas profesionales como lo era en los usos de la yuca. Mis colegas no respetaban ni respaldaban mi identidad. En vez de eso me acosaban y me ridiculizaban. Saboteaban mi mise en place. Cubrían mi casillero con aceite y harina. Tenía que trabajar más duro, más rápido, más eficientemente que todos los demás para recibir el mínimo respeto.
Las cocinas profesionales fueron una devastadora muestra de realidad. Pasé días lamentando mi amor por la cocina. ¿Por qué me traicionaba mi pasión? ¿Cómo es que un acto de amor y de interés por el sustento colectivo podía estar tan manchado por la crueldad humana? Mi espíritu se iba desgastando con el tiempo. Los libros de cocina reemplazaron a mi comunidad queer. Ser cada día mejor en mi oficio se convirtió en mi único objetivo. Las invitaciones a los potlucks dejaron de llegar. Hasta dejé de cocinar para mi misma, necesitaba de toda mi energía para sobrevivir al trabajo y al acoso al que me sometían en la cocina. Mi pasión se transformó en obsesión. Todos a mi alrededor trataban la cocina de la misma manera. La comida era algo que debería ser dominado y nada tenía que ver con compartir.
Tenía 24 la primera vez que abusaron de mi cuerpo en el trabajo. El chef me dijo que extendiera las manos y empezó a golpear mis nudillos con una chaira lo más fuerte que pudo mientras me miraba a los ojos. A veces dejaba una cuchara cerca de la estufa hasta que se calentara lo suficiente para quemarme la parte de atrás de los brazos al pasar. Para él todo eso era un “juego”. Era su forma de motivarme cuando no estaba produciendo lo suficientemente rápido para su gusto. En esa época de mi vida el trabajo era una experiencia extracorporal, muy alejada de la pasión que me atrajo a cocinar.
Tenía 26 años cuando dejé de decirle a mis colegas que soy trans. Decidí alejarme de la dolorosa realidad de ser yo misma en una cocina. Me dividí en dos y empaqué mi personalidad de vuelta en el clóset para poder mantener mi profesión.
Me alejé mucho de los espacios donde me sentía acogida y en donde la comida y las identidades se celebraban con la misma libertad. Son esos lugares equitativos en donde la comida sí cuenta una historia. Esa comida que no necesita de libros gigantes de pasta brillante llenos de ensayos y explicaciones interminables. La comida que cocinamos para las personas que están cerca de nuestro corazón tiende a hablar por sí sola. ¿Cuántos chefs entrenados en técnicas clásicas pueden decir tanto con su comida? Más importante aún, ¿cuántas maravillosas perspectivas han sido desechadas por la industria por la incomodidad que generan sus identidades? ¿Cómo invitamos a todxs esxs cocinerxs y sus fascinantes y diversas perspectivas de vuelta a las cocinas? Me estremece pensar en toda la creatividad perdida por la industria por culpa de su rigidez y su militancia.
El próximo año estaré abriendo un restaurante queer que llamaré HAGS en el East Village de Manhattan en Nueva York. Tendré casi 35 años. HAGS no solo es la culminación de mi carrera como chef sino también la representación de mi historia personal: vivir como una persona transgénero y crear un mundo en donde pueda simple y felizmente existir y donde otros puedan hacerlo también. No intento reinterpretar mi juventud. Estoy orgullosa de mi camino y de la claridad que me ha revelado a pesar de sus fallas. Después de todo, ahora sé cómo cocinar yuca sin que se pegue y ya casi nunca me corto los dedos mientras pico una cebolla. Más allá de querer cocinar buena comida este lugar es la construcción del sueño de mis sueños. Voy a construir un espacio en donde la champaña y el caviar puedan ser pasados con libertad y abundancia entre quienes antes no fuimos invitadxs a la fiesta ni fuimos celebradxs. Será el lugar de nuestras propias celebraciones.