¿Qué otra cosa en la vida combina con todo?
Buscando el origen del gusto colombiano por el arroz
Estamos de vuelta después de un mes atravesado por el fin del año, las comidas familiares y la feria Index de libros de arte donde presentamos dos nuevas ediciones de los cuadernos de textos seleccionados de cada temporada, que además están disponibles para comprar en Ciudad de México y pronto en Bogotá.
Justamente desde Bogotá, o más bien a través de Bogotá, llega el siguiente texto, el primero del año y el décimo de la tercera temporada de gula, que es sobre el arroz que tanto queremos en ese país. Si usted es colombiano entenderá la emoción por la mención de la palabra. Si no, pase y aprenda un poco de lo que se está perdiendo.
¿Qué otra cosa en la vida combina con todo?
Por Giuseppe Lacorazza
Una tarde calurosa de marzo, luego de buscar incesantemente en el celular por un restaurante local que nos enseñara algo y después de un par de intentos parcialmente exitosos, llegamos al lugar apropiado. Del nombre no me pregunten, porque así lo recordara no sabría pronunciarlo. Para entonces ya habíamos aprendido la etiqueta de un establecimiento de ese tipo: los zapatos se dejan afuera del comedor, se sienta uno de piernas cruzadas sobre los cojines en el piso y se ordena, ojalá de manera fulminante. La tarde anterior, en otro restaurante, cuando recién ordenamos, los llamados a la oración de las mezquitas interrumpieron nuestra cena y sin nada que pudiéramos hacer al respecto tuvimos que esperar en silencio algunos minutos que con hambre parecieron horas. Estábamos en Al Ula, un pueblo en el desierto de Arabia Saudita en la parte oeste del Golfo si uno se remite al mapa.
El lugar al que llegamos parecía diferente a los que ya habíamos visitado, más genérico en su decoración, las mesas grandes hacían creer que era un establecimiento familiar y el menú ofrecía, aunque mediocres, traducciones a inglés. Pedimos pollo frito, guisado de cabra y joroba de camello, que aparecieron servidos sobre unas imponentes montañas de arroz, puntiagudas y empinadas como el Popocatépetl, cada una condimentada fuertemente con alguna especia: cardamomo, canela y la tercera con estrellas de anís. La proporción de arroz a carne parecía ridícula, pero justo ahí es donde se enaltece mi crianza.
Yo quería escribir una historia sobre el arroz, una que no comience en India ni en China, donde leí que se domesticaron los cultivos, ni en Arabia Saudita (aunque fallé) sino en Colombia, en Bogotá. Por eso esta historia es tanto sobre el arroz como mi propia relación con él, porque crecer en Colombia es generar un encariñamiento infrangible con el grano. Allá, el almuerzo diario consiste principalmente de arroz, carne y algún tipo de vegetal harinoso, como papa, yuca o plátano. El ACPM, además del diesel, se refiere a la dieta bogotana: Arroz, Carne, Papa y Maduro, y a mí me criaron con mucho ACPM, como a muchos compatriotas. Por eso es normal que cuando uno, colombiano, emigre una de las cosas que añore sea el arroz y por eso es normal que cuando en en un pueblo remoto de Arabia Saudita a uno le sirvan un Popocatépetl de arroz suelto, apenas condimentado, con un poco de carne en salsa, uno se sienta en terreno familiar.
Siempre he sabido desempeñar esa crianza, la del gusto por el arroz. Desde la escuela de cocina en Buenos Aires, donde el arroz pilaf lo enseñaban como si cocer arroz fuera un técnica francesa y refinada, aunque realmente sea la receta de arroz más aburrida y pretenciosa, hasta las calles de Nueva York, donde durante años sacié mi nostalgia y alimenté la tradición comiendo arroces de todo tipo. Mi porción diaria de arroz blanco era proveída por el take-out chino más cercano en forma de un pint de arroz al vapor, un poco pegajoso y sin sal, que costaba dos dólares y medio. Con eso acompañaba mis comidas por dos o tres días. En el Big Wong, en la calle Mott en Chinatown, pedía pollo al vapor o pato laqueado con ginger-scallion sobre arroz blanco, que era como comer pollo con arroz y ají, un corrientazo chino-americano. Me costaba cinco con setenta y cinco. Podía ir hasta Midtown a pedir un chicken over rice en Halal Guys pero el precio subía a trece dólares y no eran épocas de bonanza. Los domingos caminaba hasta La Isla Cuchifritos, la de Myrtle, a pedir un plato de arroz con habichuela, pernil o costilla y yuca hervida o plátano maduro por solo diez pesos, el ACPM boricua, y cada mes al ir a pagar la renta pasaba por Raj’s Indian Kitchen, en Wall Street, y comía un combo de arroz y naan con dos opciones de verdura por ocho cincuenta: los garbanzos, las espinacas y las lentejas, en cualquiera de sus formas, eran mis favoritos. Muchos otros arroces cruzaron el puente que de mis ojos lleva a mi estómago: la cola de res con gravy y arroz con guandul jamaiquino, por menos de siete dólares, en el viejo Rowe’s de Tompkins; el arroz frito de cangrejo de Uncle Boons y el de bacalao salado de Mission Chinese Food; el congee con vieiras secas para desayunar en Wu’s; el grilled sticky rice de Somtum Der en Avenue A; la ensalada de arroz salvaje con palmitos de Wildair; el arroz negro con romesco de Estela; la exagerada paella de Spain Restaurant en West Village que sólamente disfrutaba borracho; la interminable bandeja paisa de Pollos Mario en Jackson Heights; y el riz gras que servían en Paradis des Gouts, con sierra ahumada y hoja de yuca guisada con tomates, en Broadway y Kosciuszko, que fue sin duda el plato de arroz que más me hizo pensar en Colombia.
En un texto anterior ya había escrito sobre la relación migratoria que tiene la comida colombiana con la comida árabe y he aquí otro ejemplo. Los colombianos comemos arroz por influencia de los españoles, que lo comen por los árabes, que lo recibieron de Asia, una línea de tiempo que se refiere específicamente a la especie Oryza sativa y a sus subespecies japónica e índica, de donde derivan la mayoría, y probablemente todos, los arroces que usted y yo hemos comido a lo largo de nuestras vidas, incluyendo todos los anteriores. Excepto uno.
Paradis des Gouts era un pequeño restaurante casero donde hacían comida de África Occidental, más específicamente de Burkina Faso y Costa de Marfil, una zona del mundo donde nació la especie Oryza glaberrima, la única que acompaña a Oryza sativa en el grupo de las especies de arroz domesticadas. Ese arroz fue introducido a América en los barcos que traficaban esclavos de África Occidental y arraigó especialmente en Carolina del Sur, dónde en el siglo XVII era la única especie de arroz sembrada en las inmensas plantaciones sureñas que enriquecieron a los colonos esclavistas del estado antes de la Guerra Civil. En la zona creció una nueva variedad llamada Carolina Gold, una metáfora a ese enriquecimiento, y su éxito se debió a la experiencia con la que llegaron los esclavos para sembrar, cosechar y fresar el arroz africano.
Por eso podría sospechar que aunque todos los lugares que mencioné sirvieran arroz sativa, en Paradis des Gouts utilizaban glaberrima, una sospecha probablemente infundada ya que en el siglo XX el arroz africano era casi imposible de encontrar en los Estados Unidos, habiendo sido reemplazado casi en su totalidad por arroz sativa. Pero lo importante para nosotros los colombianos es que también podría sospechar que esa misma especie de arroz africana que llegó a las costas de Carolina del Sur también pudo haber llegado a Colombia y que de ahí puede surgir esa extraña similitud que siento entre la comida Paradis de Gouts y la de mi infancia. En Colombia, donde nos gusta tanto el arroz, nadie se enriqueció vendiéndolo, al menos no durante la colonia, pero sí hubo muchos que se enriquecieron con la importación y el tráfico de esclavos y su trabajo en los campos.
¿Qué tan probable es que el Oryza glaberrima haya llegado a Colombia? Bastante. Se sabe que el arroz fue uno de los alimentos que transportaban los españoles y los portugueses durante sus viajes a todas las colonias americanas: en 1495 Cristóbal Colón mandó a los reyes de España memoriales de mercancías necesarias para abastecer a La Española en la que incluye arroz; en 1509 el Capitán Gil Gonzalez de Ávila llegó a Panamá con dos quintales de arroz registrados entre sus víveres; y según Fray Pedro Simón en 1580 el arroz ya estaba cultivado en Colombia, en Mariquita, Tolima, aunque la semillas que venían con los españoles era probablemente variedades de sativa. También se sabe, según Roland Portères, que la especie glaberrima se introdujo en barcos esclavistas portugueses, franceses y holandeses y se sembró en El Salvador, Guyana Francesa y, según Judith Carney, en Brasil, México, Cuba, Jamaica y Surinam, en plantaciones coloniales y cultivos cimarrones, lo que revela que aunque no haya habido glaberrima documentada en Colombia, sí lo hubo a su alrededor. En su ensayo El origen africano del cultivo del arroz en las Américas (2015), Carney concluye con la siguiente frase:
La cultura del arroz representa un sistema de conocimiento indígena africano que acompañó la esclavitud en las Américas, a las plantaciones de Carolina del Sur, como el cereal de provisión preferido en el sur de Estados Unidos, Brasil y Cuba; como alimento de primera necesidad para los esclavos fugitivos en las Guineas, Brasil, México, Centroamérica y el Caribe.
La historia me emocionó y decidí escribirle a Fedearroz, la federación nacional de arroceros de Colombia, para preguntarles sobre la especie de arroz de sus semillas. Su respuesta fue la siguiente:
Buenos Días,
Las semillas de Fedearroz son variedad de la especie Oryza sativa.
Quedo atenta a sus comentarios.
Cordial Saludo,
Angie
Volví a escribir preguntando si alguna vez han utilizado semilla glaberrima. Nunca volvieron a contestar. Pensé en teorizar una conspiración política, porque todo en Colombia puede serlo, pero desistí y terminé donde empecé, basando mi historia en que en Colombia amamos el arroz, pero con la certeza de que ese amor no solo herencia española y de su influencia árabe, sino también africana, porque incluso si los esclavos no llegaron a las costas colombiana con las semillas en sus manos (o quizás sí), sí lo hicieron con la manera de cultivarla e inevitablemente la forma de cocinarla y comerla y esa es la verdadera semilla cultural.
Bogotá es el lugar equivocado para entender esa genealogía y el ACPM el peor ejemplo, colono hasta la médula. El auténtico mapa nacional del arroz está fuera de la capital y el tesoro, como todo en Colombia, está en la diversidad: del cuchuco boyacense al arroz con fideos, del arroz atollao al pastel costeño, del arroz con coco a la arepa de arroz, hay arroz con chipi chipi, con frijol, con leche y con pollo, croquetas, sopas, amasijos y postres, arroz con cebolla, con lentejas, con cerdo, ahuyama, lisa y hasta con Coca-Cola, chichas, masatos, mazamorras, lechonas y el tradicional arroz blanco. El arroz es, además del maíz, el centro de nuestra forma de comer, y es justamente por ser hispánico y esclavista, africano, foráneo y colono, que además de describir muy bien nuestra forma de comer, también refleja nuestra forma de ser.
Muchos lugares no lo entienden así, entonces yo sigo buscando mi porción de arroz por donde vaya y ahora que vivo en Ciudad de México he tenido que personalizar los menús de las fondas para poder comer arroz como me gusta. Es que aquí en la comida corrida sirven el arroz como segundo tiempo, solo, seco, triste y abandonado, y tengo que especificar que el arroz hay que servirlo arrunchado con el guisado y mojado en grasa, abrazando al puerco en salsa verde con verdolagas y a la carne con pasilla, anidando las albóndigas en caldillo de chipotle y el chicharrón en salsa roja, pegado al pollo encacahuatado y encima de la costilla adobada, para que se unte y se bañen juntos y se vuelvan uno, para que jugueteen como los pies de los amantes bajo las cobijas, íntimos e independientes, y pueda ser sostén y compañía, sumiso y dominante, cuando la situación lo requiera.