Pescando en el Golfo de México
Por Giuseppe Lacorazza
Llegamos a la costa a las cinco de la tarde y a las siete debíamos estar montados en una lancha rumbo al centro del Golfo. No volveríamos a ver tierra hasta que empezara a salir el sol. Al menos así prefieren hacerlo Jonathan y los otros pescadores de Alvarado, salir de noche cuando los peces pican más y se puede agarrar el calamar, la mejor carnada. Lo hacen cada vez que el clima lo permite pero esta no fue una de esas veces. Ese viernes se sentía un ligero viento que era demasiado fuerte como para navegar en la oscuridad, el río se había desbordado hacia el golfo y la salida al mar estaba llena de agua lodosa y palos de mangles muertos, fáciles de esquivar con la luz del día pero invisibles durante la noche. Un palo atascado en el motor cuesta demasiado, por eso decidieron que saldríamos muy temprano a la mañana siguiente. Nos encontraríamos a las cinco de la mañana ahí en Alvarado, cuarenta minutos al sur del puerto de Veracruz.
Jonathan Reyes llegó hace poco de Montreal donde pasó los dos años previos a la pandemia. Dice que el Covid lo motivó a devolverse, pero en realidad fue la nostalgia por el mar y por la pesca, se nota en la forma en que usa su cuerpo para acomodarse en la lancha y en la destreza de sus dedos para amarrar los anzuelos a la línea y luego liberarlos de las bocas de los peces. Volvió para hacerse cargo del trabajo que empezaron su papá, Heriberto Reyes, y sus tíos hace muchos años, una cooperativa llamada Arrecife El Rizo que se encarga de la pesca, enyelado, venta y transporte del botín de 5 embarcaciones. De esta cooperativa viven los Reyes y otros 20 pescadores de la zona bajo la batuta de Heriberto, uno de los líderes de la comunidad y de sus mejores pescadores.
A las cinco de la madrugada, entre un viento húmedo y salado, nos recibieron los Reyes en su casa con tamales y café. El cielo era violeta y rosa. Salimos a la playa a montar la lancha donde íbamos a trabajar y a encontrarnos con Sabino y Toño, los dos pescadores que Jonathan contrató para ese día. Juan Escalona y yo veníamos de invitados con la misión de mirarlos y aprender, pero con una condición: podíamos acompañarlos a pescar cuando quisiéramos pero tendríamos que aguantar toda la jornada que se acaba cuando las tinas se llenan de mínimo 60 kilos de pescado. Podían ser 6 o 7 horas, pero lo más probable es que fueran 10. Nos lo dijeron así porque ya les ha pasado que los curiosos se enferman con la marea y les toca devolver la lancha para que se bajen. Por eso cuando caminábamos en la playa Jonathan sacó de su bolsillo tres pastillas de Mareol que me regaló para que aguantara el viaje. Juan ya había pasado la prueba, pero yo era un desconocido.
Con el cielo ya amarillo zarpamos de la playa hacia el interior del golfo, despacio, esquivando los palos de mangle, y poco a poco acelerando hasta alejarnos más de 12 kilometros de la costa y que la tierra se convirtiera en una raya horizontal. Ahí paramos. Era la primera piedra, como llaman a los puntos de buena pesca que guardan como coordenadas en sus GPS. Se llaman así porque el fondo está lleno de rocas y corales, por eso hay que tener cuidado con los plomos. El kilo de plomo cuesta 90 pesos, trae tres o cuatro piezas y todo lo que se pierde se resta de las ganancias del viaje. Esas piedras de pesca son los secretos de Alvarado y cada tripulación tiene sus propios puntos marcados. Aunque comparten hasta su comida y sus ganancias cuando la pesca está baja nunca comparten las coordenadas de sus piedras. Eso me quedó claro cuando Jonathan vio dos lanchas acercarse demasiado y paró el motor para despistarlos y que pensaran que esa era una de sus piedras, pero abajo no había nada.
Sabino y Toño lanzaron el ancla hecha de varas de construcción hasta que encalló a los 15 metros debajo de la superficie del mar y empezaron a preparar los carretes, a cada uno amarrándole un plomo y dos anzuelos. Abrieron una nevera que traían llena de sardinas y en una tabla de madera, meciéndonos con la marea, empezaron a cortarlas en tres y cuatro y a poner cada pedazo en un anzuelo. Para no quemarse con el nailon se pusieron unos tubos en los dedos, luego cada uno agarró su lugar y lanzaron sus primeros anzuelos al reflejo del agua. Juan y yo los imitamos sentados en el medio de la lancha, viendo las gaviotas circular probablemente atraídas por el olor de las sardinas. Abajo del agua el nailon corre hasta que el plomo toca la piedra del fondo y la línea se detiene y ahí hay que mantenerla tensada para que la marea haga bailar a las carnadas. Los peces empiezan a picar y hay que darle un tirón fuerte para enterrarles el anzuelo en la quijada. Si la técnica es exitosa se debe sentir un jalón de vuelta, el pez pelea, y ahí es el momento de subirlo. Hay unos rudos, hay unos débiles. Si el intento es un fracaso entonces el pez se lleva la comida y toca volver a empezar. Varias veces Juan y yo tuvimos que hacerlo antes de agarrar algo.
De toda la tripulación Jonathan con sus 23 años era el mayor. Le seguía Sabino con 20 años y luego Toño, que apenas tenía 14 (ya cumplió los 15), pero todos han tenido tanta experiencia que hasta son capaces de adivinar el tipo de pescado que pica solo por la fuerza y forma en que se mueve el nailon. Cada vez que mordía un pez empezaban las adivinanzas: villajaiba, cojinúa, ¡pargo! Y usualmente tenían razón.
Agarramos muchas villajaibas en esa primera piedra. De 8 a 10 de la mañana pescamos un banco entero de villajaibas y otros pescados pequeños. Del mar salieron pargos, parguetes, besugos, huachinangos, cojinúas, caballas y yo saqué hasta un cochino, un pescado angosto y redondeado que come cangrejos y tiene unos dientes que parecen humanos, como las paletas de un niño pequeño. Es un pescado delicioso para comer crudo pero tiene la piel muy gruesa, como la de un lagarto y por eso no lo venden mucho. Fueron 15 a 20 kilos de pescado —mucho para un principiante pero corto para los 60 kilos que necesitábamos— antes de que de un momento a otro dejaran de picar como si se hubieran acabado. Ahí empezó la espera. Mientras comíamos y seguíamos conociéndonos Jonathan nos llevaba a diferentes piedras prometiendo buena pesca. A veces el sonar mostraba pescados grandes y bancos en el fondo pero era como si no les interesara la comida. Entonces nos íbamos a otra piedra, y a otra, y a otra, y nada que sacábamos pesca. El sol pegaba, las horas corrían, había agua en el bote, la orilla de la playa ya no se veía.
Mientras pasaba el tiempo contaban historias de márlines y meros de hasta 25 kilos que han sacado a punta de músculo y buen anzuelo. Al márlin le gusta cazar a su presa, decía Sabino, y para pescarlo hay que tirar una carnada grande por la popa con la lancha andando a toda velocidad. Sabino hizo el intento, pero fue un fracaso. Un show. Jonathan nos habló de su tío Colache, el compositor de jarochos y sones que hizo algunas canciones famosas pero que se quedó en Alvarado pescando con Heriberto hasta su muerte. Nos contó también de las dos veces que se le ha dañado el motor estando a 15 o 20 kilómetros de la orilla, como nosotros ahora, y ha tenido que esperar a que pase alguna lancha, a veces 12 horas, a veces más, en medio de la noche, y que esa sería nuestra suerte si algo salía mal.
Nos habló también de la última piedra del día que juró que estaría llena de rubias y sierras pero que había que esperar hasta las 3 para ir. Esa piedra dijo que sólo la conocía él, ni siquiera se la había mostrado a su papá. Ya era la tarde y la pesca no había subido mucho después de las 10 de la mañana. La carnada ya escaseaba.
A las 3 en punto llegamos a la piedra. Si tuviera que adivinar diría que estaba al noreste de Alvarado. Jonathan parecía indeciso, nos demoramos un rato dando vueltas hasta saber dónde tirar el ancla. Sabino y Toño la tiraron y la recogieron un par de veces mientras Jonathan fijaba su mirada en el GPS, hasta que se decidió. Ahí empezó la fiesta. Salieron unas cuantas rubias, que son amarillas y de carne muy blanca, casi transparente. Luego empezaron a salir las cojinúas plateadas y brillantes y algo grande empezó a picar. Algo grande y fuerte que hizo a Juan levantarse de su silla para acomodar su cuerpo y pelear con toda su fuerza, pero nada que cedía. Pensamos que el plomo podría estar atascado en el fondo, que Juan estaba jalando al planeta, pero cuando soltó el hilo para comprobarlo el carrete empezó a rodar revoluciones. Sí era uno grande. Lo miramos emocionado, Juan echó los hombros hacia atrás, como para dar una trompada, tiró duro, y ¡pam! Se reventó el nailon. Fue algo grande pero ya no sabríamos qué. A menos de 10 minutos a Jonathan le picó otro grande y él, a punta de maña y experiencia, sí lo pudo sacar. Era un medregal limón, un torpedo plateado y reluciente de unos 3 kilos y medio que lleva una raya oliva en el ojo. Eso fue lo que dejó ir Juan, pero por suerte habrían más.
Llegaron también las cabrillas y los pargos jocú, más rubias y muchos medregales con rayas de colores en los ojos. Esa es la buena hora, de 4 a 6 de la tarde, para que lo sepan si alguna vez están en Alvarado. La pesca seguía y seguía hasta que se llenaron las neveras. Con los cachetes pelados, la ropa salada y los dedos raspados llegamos a 75 kilos de pescado justo cuando empezaba a bajar el sol, y así emprendimos el camino de vuelta, a toda velocidad, con neveras llenas y esta historia en la memoria.
Eran las 8 de la noche cuando llegamos de vuelta a tierra firme. Fueron 13 horas de jornada, 5 personas en una lancha de 4 metros de largo y 1 de ancho. Nos recibió Heriberto con su esposa, la mamá de Jonathan. Juan y yo bajamos mientras ellos rodaban la lancha sobre unos troncos en la arena para que la marea no se la llevara de noche. Todavía faltaba arreglar todo el pescado, quitarle las escamas, sacarle las vísceras y lavarlo, ponerlo en hielo y guardarlo para venderlo en la mañana, pero ahí sí nos vieron agotados y nos mandaron a la casa a descansar. Juan y yo, diez años mayores, no pudimos seguir el ritmo de Jonathan y sus pescadores jóvenes. En la casa nos ofrecieron villajaibas fritas de las que sacamos en la mañana con arroz y un lugar donde dormir. Me acosté aún sintiendo la marea y me acordé de las tres pastillas de Mareol que todavía tenía en el bolsillo. Había pasado la prueba, pero la cama parecía mecerse más que el bote. Ahora entendía lo que Sabino me decía en la lancha sin que yo supiera de qué hablaba: después de una jornada de pesca hay que ponerse una gorra en la cara para evitar la luz, despistar el mareo y tratar de dormir.
Arrecife El Rizo es una cooperativa de pesca sostenible de la ciudad de Alvarado, Veracruz. Entre sus clientes se encuentra el Mercado de Veracruz y Nuestra Pesca, un proyecto que promueve la biodiversidad y el consumo responsable de pesca en restaurantes.
Auuu, me encantó y aprendí bastante <3
Auuu, me encantó y aprendí bastante <3