Modos de ver
La historia de un cordero a la brasa y las relaciones entre el deseo, la libertad y la muerte
Hace varios años en un restaurante de campo ayudé a un chef a matar una oveja. Era la oveja madre de unas crías que eventualmente se matarían como corderos. Me desperté más temprano que de costumbre y acompañé a Tomás, el chef, al garaje por una cubeta, soga y unas bandejas de metal para poner los intestinos. Cada uno traía su cuchillo como se acostumbra en el campo.
Ya en el corral correteamos a la oveja que claramente sabía a lo que íbamos. La agarramos después de que se diera un golpe en la cabeza tratando de saltar una barda, supongo que no habrá calculado bien el salto por la prisa que genera el miedo. Le amarramos las dos patas delanteras y la colgamos de las dos patas traseras para que la sangre se le fuera a la cabeza. Expuse su cuello con mis dos manos y Tomás la degolló con su cuchillo, penetrando el cuero con fuerza porque es muy grueso y dejando correr la sangre sobre la cubeta que puso debajo. La vi a los ojos, me miró y se murió.
Después de eso me sentí responsable, no por la muerte sino por el cuerpo que ya no era de la oveja sino nuestro porque la habíamos matado para quitárselo. El cuerpo duró tres días colgado en la nevera antes de que entráramos a la carne. Lo visité todos los días. En esos tres días parrillamos el hígado, el corazón y los riñones, limpiamos y salamos los intestinos para embutir salchichas, hicimos sopa de tripa con cabeza y mucho laurel y tratamos de hacer morcillas con la sangre. Donamos la lana y traté de curar la piel en sal para hacer una silla que terminó siendo un tapete sarnoso en el piso del garaje polvoriento. Lo único que no pude usar fueron los pulmones porque no supe cómo cocinarlos para que fueran tiernos y tuvieran buen sabor. Traté de recordar cómo es que se hace el bofe pero la verdad nunca dejó de ser un pedazo de carne chicloso y muy almizclado.
Durante la siguiente semana cortamos el cadáver en pedazos. Hicimos terrinas y salchichas mezcladas con carne de cerdo y rostizamos los gigot sobre las brasas, girándolos lentamente mientras los pintábamos con aceite de oliva, romero y ajo. Lo servimos en la noche con remolachas y cebollitas asadas. Los lomitos los bañamos en mantequilla avellanada con chanterelles y perejil, sin sellarlos, solo dejando que el calor de la grasa caliente los cocinara. La silla la horneamos con una costra de hierbas, mantequilla y miga de pan en croute, y la servimos con puré de papa y salsa. Las paletas las troceamos y las braseamos en vino tinto con cáscaras de limón amarillo, Armagnac y cebollas, imitando una receta de La Tante Claire de Pierre Koffmann. Todo delicioso pero lo más memorable, además de los ojos asustados del cordero antes de morir, es la sensación incomible de los pulmones que tuve que tirar y que es lo único que me hace sentir culpa.
La muerte está muy distante en nuestros pensamientos cuando salimos a comer una carne asada o una empanada de pollo. Hace años en una conferencia en Copenhague Alex Atala mató a una gallina en el escenario para probar el punto. El tipo salió con una camiseta negra que decía DEATH HAPPENS y una gallina viva entre los brazos y le preguntó al público si la mataba o la dejaba vivir en una especie de recreación de Joaquin Phoenix en el coliseo romano del Gladiador. Terminaron asando la gallina (y probablemente muchas otras) en la clausura del simposio. Nadie pensó en la gallina, todos pensaron en la presa.
Pienso en eso cada vez que salgo a comer un taco de carnitas aquí en México, donde todo tiene grasa de cerdo. Uno de tripa y un campechano en Los Cocuyos del centro, relucientes de grasa, uno de surtido o de cuerito con maciza y su respectivo chicharrón en Carnitas Chanchito en la Escandón, una quesadilla de chicharrón prensado con quesillo y salsa verde en La Merced, un pozole en Moctezuma, un chamorro de Los Panchos…
Me imagino cómo son los mataderos de cerdos de las fábricas que alimentan una ciudad como esta.
22 millones de habitantes. 44 millones de taquitos, mínimo.
Son muchos cerdos, todo sea por el taco.
Si a eso le sumamos que la industria de la carne es uno de los principales contaminantes de la atmósfera, que las regulaciones agropecuarias permiten drogas nocivas para los animales, el medio ambiente y los humanos, que la ganadería es el principal causante de la deforestación del Amazonas y los tratos asquerosos de las granjas industriales, los mataderos y las fábricas que ya son conocimiento popular (solo hay que meterse a Netflix o a Google o a Youtube) el dilema de la libertad, el deseo y la muerte de los animales para consumo humano se vuelve muy pesado.
Insostenible, de hecho.
La vista llega antes que las palabras. El niño mira e identifica antes de poder hablar, es la frase con la que empieza el libro Ways of Seeing de John Berger.
La frase también podría aplicarse aquí. El gusto también llega antes que las palabras y todos comemos antes de poder hablar. El gusto es una de nuestras guías por el resto de la vida. Lo que comemos, lo que vemos y lo que aprendemos por ende también informa la manera en que vivimos, cómo nos alimentamos. Esto incluye el delicioso taco de carnitas, la pechuga de pollo baja en calorías y el gigot de cordero de la granja asado en leña pero también el resto de lo que sabemos que pasa: el maltrato animal, el daño ambiental, el beneficio capital de pocos a costa del sufrimiento de muchos y del deterioro generalizado del planeta.
Hace una semana en su columna de opinión en The Guardian, Arwa Mahdawi se burlaba de los conservadores estadounidenses que subieron desesperados fotos de sus carnes asadas y hamburguesas en respuesta al supuesto rumor de que Biden planea limitar el consumo de carne per cápita en los Estados Unidos. Pero eso obviamente no va a pasar, ni allá ni en el resto de los países donde leen esto.