Llegué hasta aquí, ¿ahora qué hago?
Tres historia de inmigrantes vendiendo comida callejera en CDMX
Cada tarde, antes de la caída del sol, las calles más concurridas de la Ciudad de México se inundan de un olor particular. Cloro con grasa de puerco. Carbones ahogados bajo un baldado de agua. El jabón en polvo que se usa para fregar las partes quemadas de un comal o una parrilla, una mezcla gris, espumosa y turbia que anuncia el fin de la jornada de la comida callejera diurna. Durante el día, o bien entrada la noche, huele a lo contrario. Carne asada, costillas adobadas en chile, tortilla frita y queso fundido. Chamorros burbujeando entre manteca y Fanta. Hamburguesas al carbón y papas fritas. A veces voy caminando por la calle y uno de esos olores me obliga a frenar en seco y olvidarme de a dónde iba. Me pasó cuando andaba de noche por la colonia San Rafael. Estaba buscando una dirección y el humo brillante y el olor a grasa de una esquina me obligaron a parar, husmear entre la olla y pedir un taco de suadero.
Nunca antes había estado por ese barrio, pero el mapa para llegar de nuevo a ese suadero se quedó grabado en mi cabeza después del primer mordisco. Este tipo de cosas me pasan muy seguido. Los olores en la calle me obligan a parar, a poner atención y a probar. La comida trae consigo la música que suena y los acentos y los barrios, y así, taco a taco, puesto a puesto, es como voy conociendo la ciudad.
Quienes han estado aquí, así sea por unas horas, saben que las calles son una gran plaza de comida donde la oferta no se interrumpe por distancias ni horarios y en donde todos siempre estamos a punto de encontrarnos con un bocado en la mano.
Son tantas las opciones que ya existen diccionarios, especialmente dedicados a los extranjeros que llegan a explorar la comida callejera. Yo he sido uno de esos. Entrar a ese mundo de platos y colores, digestiones y antojos, niveles de picante y usos del maíz es difícil al principio, se parece mucho a aprender un idioma nuevo. Las motivaciones para hacerlo, sin embargo, son constantes y se encuentran en cada esquina.
Después de un tiempo aquí y de una investigación intensa e informal con muchos éxitos y fracasos, principalmente digestivos, he aprendido algunas cosas. La salsa siempre pica, los caldos siempre valen la pena (sean de gallina, barbacoa, birria o pozole, entre muchos otros) y a veces el trato hacia los clientes extranjeros es diferente, el lenguaje cambia y la oferta (y los precios) también pueden variar.
También aprendí que lo opuesto puede ser cierto, que hay lugares donde se tratan mejor a los foráneos, y en muchos casos son los extranjeros los que atienden a los locales. Esto me llevó a pensar en la otra cara de esa moneda, lo peculiar que debe ser ser un extranjero vendiendo comida en las aceras y mercados de la Ciudad de México. Aquí somos millones de inmigrantes que interactuamos diariamente y de diferentes formas con ese mundo.
Hace años me di a la tarea de encontrar e intentar retratar algunas de estas historias. Tres cocineros de diferentes nacionalidades me han contado sus historias sobre cómo abordan el lenguaje en sus negocios, los gustos locales y propios y, por supuesto, de la vida antes, durante y después de la pandemia.
Llegué hasta aquí, ¿ahora qué hago?
Por Giuseppe Lacorazza
—¿Hace cuánto estás en México?
—Yo, hace 17 años ya.
—¿Y por qué viniste acá?
—Bueno, no era propiamente México el destino final… El sueño americano. Ya sabes.
Así empezó mi conversación con Reina Isabel, una cocinera nicaragüense que vende empanadas rusas en la intersección de la Avenida Insurgentes con las calles Tuxpan y Tlaxcala, en la Roma. Su historia no se asemeja a lo que me imaginé que iba a encontrar cuando me acerqué a su puesto de trabajo, un cubículo pequeño hecho de lonas plásticas rojas y blancas, incrustado entre muchos otros, con un cartel grande que dice “русские пирожки: empanadas rusas”.
De su historia de la búsqueda del sueño americano no queda mucho por contar que no sea trágico y violento. Al final de su viaje, le quedó la frustración de no haber podido llegar a Estados Unidos, pero contrario a sus compañeros de viaje (los que quedaron vivos) ella no quiso devolverse a su país. Le pidió a los coyotes que la pusieran en un bus para la Ciudad de México donde eventualmente consiguió un trabajo de limpieza en un restaurante ruso y rápidamente se convirtió en la cocinera jefe.
Duró 12 años cocinando en ese lugar hasta que el terremoto del 2017 afectó el negocio y ella decidió montar su propio puesto de empanadas rusas. Hizo comida rusa porque es lo que aprendió acá, porque en Nicaragua no se dedicaba a cocinar. Ya lleva cinco años en esa esquina, en un puesto que tiene más de 20 años encima y que ella le renta a otra persona.
Así funcionan los lugares en la calle, son locales en renta como cualquier otro, donde alguien tiene un permiso y cobra a quien lo quiera ocupar.
La masa es leudada y luego frita, parecida a la masa de una dona, pero salada y mucho más delgada.
Cuando salió del restaurante ruso le pidió la receta original a su exjefe, que me asegura que es el secreto del negocio y lo que las hace rusas de verdad. Dice que vienen muchos rusos y extranjeros y que les vende comida rusa por kilo, especialmente ensaladas, que es lo que más le gusta de lo que aprendió. En los treinta minutos que hablamos solo pasaron mexicanos y aunque ella me aseguró que la empanada más vendida es la de carne molida yo vi a la gente pidiendo muchas empanadas de nutella y de cajeta con queso. Pedí una de quesillo y una de tinga de pollo, uno de los tres sabores mexicanos que puso para atraer a la clientela local (chorizo con queso y rajas con queso son los otros dos). Tuvo que quitar las de pescado con arroz, las de repollo fermentado y algunas rellenas de mermelada porque no se vendían mucho. Las salsas, que no pueden faltar en este país, las ha ido mejorando poco a poco: el chimichurri se lo enseñó un cliente argentino, la salsa verde es de tomatillo y/o chiles verdes y además nopales, su salsa macha es de tres chiles y el aderezo de habanero, la más popular, la hace basándose en los sabores de su tierra.
Reina está feliz con su realidad en México. El puesto de pirozhki ya le ha dado para dos viajes largos a visitar a sus hijos en Nicaragua, aunque los últimos dos años, por la pandemia, no alcanzó a ir.
En la misma colonia donde está el puesto de empanadas de Reina también está el Mercado de Medellín. El nombre se lo da la avenida que pasa por enfrente, pero ese nombre también lo ha convertido en una central de comidas y productos colombianos en la ciudad. A su alrededor están los restaurantes Macondo y el famoso Pollos Mario, y adentro venden desde yuca, lulo y papas criollas (a precio de importación) hasta Tostacos, café Sello Rojo, chocolatinas Jet y pan blandito. Hay productos peruanos, venezolanos, brasileños y asiáticos.
Dentro del mercado también se encuentra la Sazón de Mongo, un puesto de comida cubana que abrió un habanero que vive en la ciudad hace 15 años.
Mongo pasó de Cuba a Italia y luego a México siempre trabajando en bares y restaurantes. Acá llegó para trabajar en Mama Rumba, un restaurante y bar cubano muy famoso entre los bailadores por la calidad de la música en vivo, la timba y la salsa. Hace seis años salió de allá para poner su propio negocio. Vende comida cubana tradicional que dice que es mucho menos amplia que la mexicana y por eso todos los platos son familiares para los que la conocen. La ropa vieja, los moros y cristianos y los plátanos fritos son lo más popular, pero la carta de Mongo también tiene algunos tesoros escondidos. La yuca con mojo de ajo es uno de ellos: es cremosa y viene empapada en jugo de limón y pasta de ajo crudo. Los otros, que guarda para sus paisanos nostálgicos, son café, ron y tabaco cubanos que traen sus amigos y familiares escondidos en las maletas cuando viajan desde la isla. Yo también traigo mis arepas de contrabando cuando vengo de Colombia.
El espacio de Mongo está en el mismo pasillo de las pescaderías. El olor a sal y agallas de pescado fresco se confunde con el del cerdo frito y los guisos con comino. Los menús escritos en cartulinas de colores no los ha cambiado en años ni ha tenido que adaptar los nombres de los platos porque la mayoría de sus clientes son paisanos, dominicanos o mexicanos con familia cubana. La mayor novedad son las salsas picantes en la barra, roja y verde, que para él son incomibles, pero son necesarias para algunos clientes que se las toman como agua.
Me cuenta que la pandemia fue difícil para las ventas del mercado, que el flujo de gente estuvo bastante controlado y aunque la información fue constante por parte de la Alcaldía con las medidas actualizadas, ofrecieron pocas pruebas gratuitas. Pero la vida ha vuelto a la normalidad, y se nota, la barra donde por dos años solo pudo sentar a dos o tres personas ha vuelto a tener diez sillas. Durante dos años lo vi trabajar solo, ahora veo que tiene dos y a veces tres empleados y Mongo se sienta en la barra a pelar ajo, hacer cuentas y a charlar. Es él quien me avisa cuando la yuca está buena y cuándo evitarla. El Mercado de Medellín ha vuelto a la vida.
La historia es diferente para Mauro, un argentino que manejaba un changarro de comida porteña llamado Mano a Mano en la esquina de las calles Bajío y Chilpancingo, varias cuadras al sur del Mercado de Medellín. A él nadie le ofreció información acerca de las medidas para mitigar el COVID-19, todo lo que supo lo leyó en la prensa. Durante los dos años y medio de la pandemia, mientras su carro de comidas tuvo que cerrar por meses, se dedicó a vender chorizos, empanadas y pastas congeladas por internet. Hizo todo para mantener la cabeza arriba del agua. Sobrevivir ha sido el nombre del juego desde el 2020 para muchos trabajadores de restaurantes y negocios de comidas, así mismo para Mauro.
Mauro llegó a la ciudad hace 18 años desde el Chaco porque su madre y su sobrino viven aquí. En Argentina estudió economía y fotografía, pero no terminó ninguna de las dos carreras. Aquí trabajó por más de 10 años en restaurantes de comida argentina donde aprendió a manejar la logística del negocio y por eso buscó en Facebook algún local en una calle concurrida para poner su propio puesto de comidas callejeras argentinas. Así llegó hace cinco años a esa caseta, donde antes había otro negocio argentino y ahora hay un negocio de crepas dulces. Era el único puesto de comida extranjera en una esquina llena de carritos de milanesa, tacos y jugos y sospechaba que por eso pagaba más.
La nostalgia por Argentina que se sentía en la identidad de Mano a Mano ha pasado a sentirse sobre su propia ausencia. Su decorado con fileteado porteño, las canciones de tango que salían de un pequeño radio azul en la cocina, el olor a chimichurri y a la grasa sazonada de los chorizos y el menú escrito en argentino -choripan, humita, entraña, sandwich de vacío- ya no están. Su milanesa, más gruesa y empanizada con perejil y ajo, a la manera argentina, ha dado paso a la oportunidad de otro vendedor callejero.
La última vez que hablé con Mauro me compartió sus planes de expandirse y dejar el carrito para enfocarse en la producción. Su teléfono suena y suena pero ya no contesta. Espero que así haya sido. No tuvo la misma suerte de Reina y Mongo, cuyos negocios pudieron sobrevivir la incertidumbre de los últimos años.
Según los datos del INEGI (Instituto Nacional de Estadística y Geografía) son los estadounidenses, seguidos por los guatemaltecos, colombianos, venezolanos y luego argentinos, los extranjeros con mayor presencia en este país. Algunos, como Mauro, han cambiado de trabajo para poder sobrevivir y han encontrado estabilidad en la cocina. Muchos, como Reina, han querido pasar por acá y por alguna u otra razón se han tenido que olvidar de a dónde iban. Lo cierto es que cuando llegaron a este país ninguno de los tres esperaba estar donde están ahora.
Los olores de Mano a Mano me hicieron alguna vez parar mi camino y poner atención. Me doy cuenta que no solo hay comida mexicana en este tianguis callejero interminable y en constante cambio. Dicen que en México la comida es lo que atraviesa las clases sociales y a través de ello podemos conocer su cultura. No solo es la cultura mexicana la que en México se conoce comiendo. Aquí estamos gentes de todos lados, y cada vez más, y aunque las noticias que se leen son las de la gentrificación y la dolarización de los barrios, para algunos inmigrantes la historia siempre ha sido diferente.
Una versión anterior de este texto fue publicada por Frito.lat