Hace más de uno año, en una operación nacional llevada a cabo el 1 de octubre de 2021, la Procuraduría Federal del Consumidor de México (Profeco) mandó a retirar más de 129.000 productos de sopas instantáneas de las tiendas y supermercados del país. Declararon que los productos no cumplían con las normas de etiquetado, acusaron a algunas marcas de distribuir publicidad engañosa y a otras de no declarar la información nutricional correcta. En otras palabras, las empresas mintieron.
“Dice tener verduras y pueden ver ustedes en la Revista del Consumidor cómo el pedazo de verdura que tiene, que es 0.8 gramos, le cabe en la punta de la uña, eso sí, la foto viene con chícharos, con zanahorias, todo así, como si fuera algo muy saludable”, declaró ante los medios mañaneros el titular de la Profeco. Como si alguien considerara a una sopa instantánea un producto saludable, cómo si se comprara por su alto contenido nutricional y se escandalizara uno ante la inexistencia de los chícharos frescos entre los fideos acartonados dentro del vaso de unicel.
De todas formas lo que dijo era cierto y de inmediato se ordenó la actualización de los empaques para que reflejaran la realidad. Eso si, las receta permanecieron iguales, porque más que nutrición lo que se debe ofrecer al consumidor es la verdad y nada más que la verdad: que la sopa de mentiras no pretenda ser real. Así si se puede consumir sin controversias.
Unos protestaron, otros aplaudieron y al final todo volvió a la normalidad, pero todo ese pequeño alboroto, además del cambio de etiquetas, suscitó el siguiente texto, escrito por Mariana Ortiz y publicado primero por la revista Este País, en el que se adentra a lo que significa para México, más allá de su valor nutricional, la polémica sopa Maruchan. Una especie de oda a… bueno, ya verán.
La sopa Maruchan es… ¿qué es?
Por Mariana Ortiz
Meto mi mano al bolsillo del pantalón, muevo los dedos para ver si logro encontrar algo, lo que sea por dios. Siento uno, dos metales de diámetros distintos, acaricio su borde lentamente para confirmar que, en efecto, sean diferentes uno del otro. Quedan atrapados en mi puño. Una moneda de cinco y otra de diez pesos se revelan, ya frente a mí, sobre la palma de mi mano. Mi desesperación se apacigua. Son quince pesos que podré intercambiar por algo valioso, casi como un tesoro.
Me pregunto, ¿y si hoy me como una Maruchan? La busco como quien quiere encontrar algo seguro, algo reconfortante. Quién sabe por qué pienso que es el único intercambio posible. Y sin embargo, lo es. Una sopa Maruchan es tan liviana que parece contener aire y nada más. Levántenla conmigo. Si es un tesoro, es uno portátil. Es una joya incómoda porque sabes que va contigo. A la sopa Maruchan no se le puede ignorar, pero nunca nadie la presume. Suena como sonaja, es un juguete para menores de tres años. Un apretón la haría reventar si no fuera por el recubrimiento de plástico, por su cuerpo de unicel y el cartón multicolor que viene con ella, pero le damos el cuidado que merece y no más. Ese mismo cartón que la cubre, que solemos quebrar, romper y desechar es el responsable de una cocción mucho más rápida, la cima de lo instantáneo.
En los estantes de este Oxxo hay sopas de distintos colores que indican diversos sabores: ¿carne?, ¿pollo?, ¿camarón con habanero y limón?, ¿camarón y limón?, ¿camarón con chile piquín?, ¡¿queso?! La sopa Maruchan es comunitaria, para todas y todos. Es humilde, nunca llama la atención. Nunca podría arruinar nuestra cena o comida o desayuno, se lleva bien con todas las salsas, con el limón, con la sal, con el huevo. Hace las paces con el agua de jamaica al tiempo que se alía con el Four Loko. Bendita comida de dioses precarizados. Engaña a muy pocos que creen que no es de verdad. Una sopa Maruchan podría aniquilar el antojo más feroz, un bocado de fideos enredados en el tenedor, al contacto juguetón con la lengua, podría hacer de esta vida de mierda algo más tolerable.
Alguien que no soy yo, ni eres tú, ni alguien que conocemos o llegaremos a conocer, ya pensó por nosotros en esa Maruchan que ahora se revela como posibilidad que cabe en un vaso de unicel como también en un platón de una vajilla costosa. Esa persona detuvo por un momento la vida de la sopa. Paró los relojes, no marcó las horas, detuvo el camino. La Maruchan, como dios, está muerta. Creemos que un abrazo de agua hirviendo puede revivirla y solo así podremos confesarle que queremos que vuelva, prometerle vida eterna. Imaginamos que sólo entonces los fideos se inflarán, se expandirán, se convertirán en un sistema solar enredado, sin orden aparente, y las verduras volverán a su color naranja o verde o amarillo, todas frescas, y los trocitos simétricos de camarones o pollo o res estarán recién llegados al plato, peces felices en un océano de caldo. Pero no, pensándolo aún mejor, la Maruchan sigue muerta.
Estamos frente a la sopa, una Maruchan cualquiera, aceptando el beneficio de lo instantáneo. Si nos organizamos, nadie logrará quitarla del mercado. Nunca más será mejor esperar y esperar, darse un par de vueltas y volver a esperar antes que comer cuando se nos antoje. La vida se nos está yendo en minutos de espera, lo instantáneo es vivir de prisa, vivir mejor, vivir. Lo instantáneo es negarse a la espera, no detenerse, es seguir viviendo a pesar de la vida misma. Una sopa Maruchan es la trampa maliciosa del capitalismo para que la producción nunca pare, para que nunca cerremos los ojos si no es para darle un trago a ese caldo hirviendo que nos arropa como alguna vez lo hizo mamá. Caemos en esa trampa voluntariamente, sabiendo que vamos a caer.
La existencia de la sopa Maruchan es una afrenta directa, una declaración de guerra, la primera bomba que deja caer el Eje del Mal capitalista sobre territorio enemigo, fértil. Es la sopa más vendida de este puto año. El olor a pollo, a ramen recién hecho, a consomé de res calientito; si invade la cocina se convierte en una analogía de la invasión alemana a Polonia: el daño hecho, irreparable. La sopa, de pronto, deja de ser sopa y es pasta de harina de trigo precocida con mezcla de condimentos deshidratados, exceso de grasas saturadas, así de simple y tediosa, es amenaza al sistema de la salud física o mental, al organismo y a la felicidad de quien la consume, es lluvia ácida de la cual hay que protegerse, hay que escapar. La sopa Maruchan sólo está disponible para aquellos que han conseguido emanciparse del deber ser, de un destino premeditado. Esta sopa sabe a libertad, a revolución, a dinero que nunca falta y hasta sobra, a un perreo sucio de esos suavecitos y hasta abajo, a la amistad de quien nos agarra el cabello cuando nos ve vomitando de borrachas.
Mientras pago esta sopa y consigo largarme, quiero hablar un poco más en serio. Sé que la Maruchan es una división de la compañía Toyo Suisan dedicada a hacer fideos instantáneos, que llegó a México en los años ochenta para también acompañar la llegada de los microondas, pequeño templo de calor, logro genial de la ingeniería humana, tan quieto, tan paciente, el microondas está ahí, rotundo, un bostezo metálico en espera de un intruso que lo ocupe. En contra de todo mandato conservador, había alguien que pensaba en el tiempo que tenemos para preparar café, escribir un tuit, pedir un Uber. Meter la sopa al microondas y comer.
La cajera de este Oxxo me mira y sabe, igual que yo, que no es la primera vez que hago esta compra. Nos hemos visto antes: la semana pasada interrumpí la plática que estaba teniendo entre compañeros y ayer pasé en una visita exprés. ¿Ella también hubiera elegido este sabor de sopa?, ¿le gustará?, ¿la habrá probado ya? Ojalá tuviera en la memoria la primera vez que probé una sopa Maruchan. Ella como yo sabemos que nada nos separa al comer una Maruchan, somos iguales. Ambas estamos huyendo de la pobreza y la disfuncionalidad familiar, ambas queremos comer Maruchan en paz, sin prejuicios ni distinciones de clase.
Pero como a menudo sucede con la comida que se compra en la tienda de conveniencia, creemos que no vale como la que prepara una mamá o una abuela realmente dedicadas a seguir al pie de la letra todos los procesos —ya fuera por imposición o voluntad propia—: licuar los jitomates con cebolla, ajo y tantita agua, colarlos y separar, poner aceite en una olla, sofreír los fideos no tan delgados, rápido pero cuidando que no se quemen, echar la salsa de jitomate y agregar sal o knorr suiza, poner más agua hasta que hierva y servir. Un instant lunch nunca será una sopa. El verdadero caldo con pasta llamado sopa es duradero, nunca fugaz, por eso hay que ver por encima del hombro a quien come Maruchan.
Quien observa este envase blanco con líneas rojas y naranjas, palabras negras con una cobija de plástico que lo cubre todo, envuelto en un cartón multicolor que la hace posible, lo mira como una nube que tapa el sol al amanecer y en su reflejo se revela una paleta de tonos brillantes como diciendo “estoy aquí”. Querida Profeco, podrás cortar la primavera, el otoño y el invierno, pero nunca te desharás de la sopa Maruchan. Una sopa que, en su existir amenazante y solitario de 64 gr, es… ¿qué es? Es la muerte a la que vamos directo y sin escalas.
Mariana Ortiz es una escritora, editora y lectora mexicana. Es coeditora en la revista Este País, editora en Dharma Books + Publishing y ha publicado textos en Tierra Adentro, Revista de la Universidad, Este País, HojaSanta, y Malvestida. Es además becaria del FONCA en el área de ensayo creativo (2021-2022).
jajaja, quedó genial. Re faaan de este blog.