La digestión del tiempo
Sobre el contexto de la imaginación y el mundo que me abrió Rita Indiana
La digestión del tiempo
Por Giuseppe Lacorazza
Billetes tan nuevos que pueden cortar una tajada de una papaya madura, cubitas de Barceló con Pepsi, con el juguito de medio limón verde, una gallina comiendo mangos podridos que cayeron de un palo a una piscina vacía. Ese olor a mango maduro en el piso. El olor a leche cortada de las frutas y los vegetales que se van pudriendo en los mercados de Santo Domingo. Es el delicioso Caribe que describe Rita Indiana en su libro Hecho en Saturno.
En una conferencia en UCLA en 2014, Dave Arnold ofreció al público un misterioso polvo verde llamado ácido gymnémico junto a una fresa, un paquete de azúcar y una cucharada de miel. El punto era demostrar de qué manera el azúcar afecta la percepción de los alimentos más allá del sabor. El ácido gymnémico disuelto en la boca elimina la capacidad de sentir dulzor, una pesadilla que convierte al azúcar en un bocado de arena, a la fresa en una bomba de agua tártara y a la miel en una cucharada de aceite vegetal. Pero sorpresivamente para algunas personas la miel aún sabía dulce. No era que sus papilas gustativas fueran inmunes, explicó el propio Arnold, sino que su cerebro seguía viendo a la miel como una fuente rica en energía y como recordaba su sabor entonces engañaba a la lengua para que el individuo siguiera comiendo.
Eso mismo me hace sentir Rita Indiana al leer su libro, lo mismo que haría sentir a cualquier persona que haya vivido en el Caribe. Siento el olor a mango dulce y no solo imagino la papaya siendo cortada en dos como si fuera un pastel, imagino el color anaranjado y fucsia, las pequeñas vetas blancas que apenas se ven en la carne y las semillas negras como el universo que se asoman sólo cuando una papaya está bien madura. Una papaya que se dejaría cortar con un billete nuevo recién salido del cajero. Mi cerebro engaña a mis sentidos para que siga consumiendo el azúcar que Indiana riega en el papel. El Caribe es espeso y pegajoso, en él el sol no deja nada a la imaginación y la brisa del malecón enfría el sudor que empapa el cuello de la camisa.
No es solo Rita Indiana la que me deja imaginar con una comida que es más que solo texto en el papel, una comida que es justamente el propio contexto de la imaginación cuando se lee. En Beloved, Toni Morrison escribe:
“Women did what strawberry plants did before they shoot out their thin vines: the quality of the green changed. Then the vine threads came, then the buds. By the time the white petals died and the mint-colored berries poked out, the leaf shine was gilded tight and waxy. That’s how Beloved looked—gilded and shining.”
Morrison escribe de las estaciones de paso de los esclavos forajidos como lugares donde las noticias se remojan y se enternecen al igual que los frijoles secos se remojan en el agua, de las montañas de huesos de marrano limpios después de la comida y los platos vacíos donde alguna vez se posaban las coles hervidas, de amasar el pan para olvidar el pasado y disculparse antes de servir el postre como los viejos cocineros siempre hacen. Las mujeres son como unas hojas de fresas que cambian cuando lanzan sus pequeñas lianas, opacas antes de florecer, que después de dar los frutos inmaduros se tornan doradas y brillantes. Las cicatrices de las heridas de Sethe, la protagonista, culpa de los latigazos que forman un árbol en su espalda, las ampollas llenas de pus como inflorescencias de dónde crecerá la fruta.
La nostalgia. La tenue y profunda sensación del Caribe y la tristeza de vivir en la esclavitud, de sufrir por ser. Las vidas vividas y lo que las rodea.
¿Quién no ha sentido la presencia incondicional del alimento en su historia? ¿Quién no la usaría para contar sus recuerdos y para inventarlos? “The Border Patrol hides behind the local McDonalds on the outskirts of Brownsville, Texas or some other border town”, escribe Gloria Anzaldúa sobre el peligro y la cotidianidad de la frontera de México con Estados Unidos en Borderlands/La Frontera. McDonalds es la contextualización. Es la omnipresencia de los otros en la que alguna vez fue su tierra, la tierra de sus ancestros desplazados ahora ocupada por cadenas de comida rápida y policías sabuesos dedicados a mantener el nuevo orden, el del cattle, las hamburguesas, el inglés y el marketing. McDonalds siempre ha sido y será una bandera de la transformación, de la pérdida de los espacios y de la identidad.
La nostalgia que también puede ser miedo, las historias también son recuerdos distantes de lo perdido. De lo que ha muerto. De lo que ha sido digerido por el tiempo. Así lo escribe Carolina Sanín en Somos luces abismales:
“Escribí sobre la sed de mi abuelo agonizante que, en el hospital, ya sin voz pero quizás aún lleno de palabras, pedía agua y recibía, sobre los labios resecos y mudos, el contacto insuficiente de un algodón humedecido”.
La sed que luego revela que también mató a su bisabuelo, a quién nadie vio nunca tomar agua en 40 años. Si uno no toma agua es porque quiere morir, eso es lo que me hace pensar ese recuerdo. Y sobre la sed de su abuelo remata escribiendo: “En el ensayo yo relacionaba esa situación con tratar de escribir en una lengua extranjera en la estela de la muerte de mi abuelo materno el gramático, guardián de mi lengua materna.”
Y ahí llega a lo que yo solo puedo expresar citando escritoras que utilizan la comida para formar sus textos. La misma lengua que espera recibir el agua es la que emite la palabra. El texto está lleno de metáforas. La comida y la escritura en sus formas más básicas son el agua y la lengua materna, lo incondicional, sin lo que no podríamos existir ni valernos por nosotros mismos. Su abuelo, que es su lengua materna, muere sediento al no poder ser alimentado. La comida, las ganas de comer, no solo es el contexto de la imaginación sino la metáfora de escribir y de la vida misma, expuesta en la intimidad y a la vez en la distancia de un recuerdo. Es la vida que se muere, la cosa que termina y se debe dejar ir porque ya no volverá, ni un abuelo ni una tierra ni una tradición perdida ni la primera vez que se prueba algo, que se llega a la realización del gusto. Es un olor a mango maduro que una vez se conoce será para siempre un recuerdo de ese primer momento memorable.
“Sopping up the beans and gravy with a chunk of cloud meat and lying back for a little siesta. What a life!” Patti Smith escribe en Woolgatherings.
What a life indeed!