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GastroTur por el pasado
Por Giuseppe Lacorazza
Hace unos días caminando por el barrio donde vivo en Ciudad de México paré frente a un puesto de libros viejos a comprar un cigarrillo y encontré algunas revistas de cocina de Estados Unidos que me llamaron la atención. Me acordé de Ruth Reichl, la editora de la extinta revista Gourmet, porque he estado siguiendo su nuevo niúsleter. Abajo en la pila había otras revistas de cocina, pero mexicanas y pensé que adentro podía encontrar algo del pasado de esta ciudad y las personas que se dedicaban a comer y escribir. Compré tres revistas: una edición de GastroTur de 1986 y dos de Club de Gourmets, de 1982 y 1983.
Después de un par de días de tenerlas sobre mi escritorio y contemplar sus portadas ochenteras de colores quemados y sus logotipos rojos me senté a ojearlas y me encontré cosas como estas:
“Educado en las más estrictas maneras de la escuela mexicana de cocina, crecí desconociendo que se pagara por comer. Había un excelente restaurante típico, hace ya unas tres décadas, donde íbamos los domingos: no exagero al decir que ahí comí las mejores carnitas, y saborié unos consomés de barbacoa que solo ahora en el Mesón de Tarango he logrado sustituir. Ahí, en el Tecuilito, tuve tardes deliciosas, pero dos sucesos marcaron mi vida de gourmet: nunca vi a que hora pagaba mi papá: de ello concluí que uno no debe pagar por comer; otro fue que una tarde, luego de haber comido, ya de regreso a casa, me di cuenta que había perdido mi revólver favorito (uno con cachas plateadas, de repetición instantánea, con la cualidad única de no sacar chispas al tronar los fulminantes); estábamos muy lejos del restaurante y aun cuando mis papás accedieron a regresar a buscarlo, ya no lo encontramos: a partir de entonces, cada experiencia gastronómica me hace pensar que no debe complacerme mucho, a riesgo de perder algo que me guste mucho”.
Esto es parte de un artículo titulado Me comporto como un gourmet donde el novelista Eduardo Mejía recuenta sus comidas con editores y escritores de la ciudad, publicado en Club de Gourmets de noviembre del 83. Fue mi texto favorito porque escribía alguien que no se dedica a escribir sobre comida, y porque realmente es el único que tiene sentido del humor intencional. Ya verán a qué me refiero.
Mejía enlista una cantidad de restaurantes que yo nunca había escuchado, pero que frecuentaba la gente que tenía su mismo estilo de vida en el México de los ochentas. Las Mercedes, El Lincoln, La Maison du Bon Fromage, El Hórreo, El Mesón del Cid, La Pérgola, El Chalet Suizo, Champs Elysées, El Mortiro, La Ópera, El Perro Andaluz, Ambassadeur y El Rincón del Chalet Italiano, son algunos. Muchos ya están cerrados. De esos solo conocía a La Ópera, porque es una cantina icónica del centro, y a Champs Elysées, porque alguna vez mi cuñado me regaló un libro de ese lugar que le regalaron primero a él, y que el no quiso y yo tampoco quiero.
Pero además de la lección de historia de los restaurantes, también encontré relatos de viajes:
“Con nuestro pasaporte de residente mexicano pude pasar un horno de convecciones de 13,500 pesetas que en el Corte Inglés estaba en 34,000 pesetas. Así que a usted mexicano o residente de México le recomendamos en su próxima visita a España o Francia que dé un paseillo hasta Andorra. (Por cierto que es también el paraíso de las cremas faciales y los perfumes)”.
El contexto era recomendar un restaurante llamado Chez Jacques en Andorra para comer el ‘Pollo Bomba’ de especialidad vietnamita y el ‘Entrecote a las ciboulettes’ con manzanas guisadas, y de paso presumir un poquito supongo. Fue escrita por Gastrófilus, el apodo que se daba Luis Marcet para escribir su columna café, copa y puro, que también publicaba el Excelsior, y es la única reseña de un restaurante de Andorra que he encontrado en mi vida. Quizás en eso antes eran más democráticos.
Pero no todo era fanfarroneo internacional, los señores también reseñaban restaurantes locales, como en este texto titulado Hongos de la… ¿hormiga?, escrito por el fotógrafo y poeta mexicano Carlos Arouesty Robert para Club de Gourmets:
“El servicio es muy extraño, porque los meseros, aunque muy atentos, se pasan el tiempo asomándose a la calle y jamás escuchan los llamados de la parroquia. Un detalle horroroso es el refrigerador de salchichonería que han puesto a la mera entrada. Pero eso se compensa con un fondo musical de obras clásicas bien seleccionadas. (...) Dígale usted a Flor que va recomendado por nosotros y le atenderá ella personalmente, y mucho mejor que sus jóvenes sordomudos.”
En una de las revistas había una receta de Robert Rauschenberg, en un artículo llamado Las recetas favoritas de 12 personalidades amigas del Hotel Galería Plaza. Al lado una receta de nieve de rosas de Ana María Guzmán de Vasquez Colmenares, autora del libro Tradiciones gastronómicas oaxaqueñas, que quiero hacer y servir exactamente como en la foto:
Algún autor se animó a profetizar sobre los modales de nuestra época, aunque no lo dejó firmado, quizás porque desde ese momento ya sospechaba que no podría ser cierto. Eran los años ochenta, la gente escuchaba a Eurythmics y a Bowie, y en México a Juan Gabriel y a Yuri, y esta fue la predicción:
“Los creadores y guardianes por más de dos siglos del protocolo del Palacio de Buckingham opinan que en el umbral del año 2000 el hombre de éxito debe ser un refinado conocedor de las buenas maneras, como lo eran los barones de la era victoriana o los archiduques de la belle époque. Adaptándose a la época, por supuesto.”
Creo que no nos adaptamos a la época. Parece que ellos tampoco a la suya. Pero entre todas las recetas y reseñas, los alardes y la libre imaginación, las recomendaciones para comer en Europa, las lecciones de buen beber y las premoniciones lo que más me sorprendió fue esto que predijo la criollización de los menús en México pero dándole al clavo equivocado:
“No pocos restaurantes “españoles” de México, hay que reconocer, han cedido a la tentación de acriollar su menú y sus recetas, lo que ha contribuido a una cocina aún más mestiza, sabrosa por cierto y digna de estudio y diligente degustación, en la cual se mezclan elementos autóctonos con otros peninsulares. El resultado varía de lo detestable a lo interesante a lo excelente, pero en ningún caso puede ufanarse de poseer alcurnia gastronómica. Lo mismo pasa con los perros: hay bastardos adorables, pero los perros que cuentan son aquellos con pedigree.”
Eso lo escribió Jorge De’Angeli, el director de Club de Gourmets y uno de los mayores documentadores de la cocina mexicana de la época junto a su esposa Alicia Gironella, sobre el restaurante El Mesón del Cid, donde él y su amigo Luis Marcet, el dueño del lugar, idearon traer la revista gastronómica de España a México. Todo me pareció tan extraño como el servicio del restaurante de Flor le debió parecer a ese poeta sordomudo y aunque la mayoría de las revistas tenían ese tono como de viejo conservador que cree que todo pasado fue mejor, otras cosas han envejecido bien, como un artículo de la historiadora Guadalupe Pérez San Vicente sobre las celebraciones del día de muertos, los menús regionales de cada edición que escribió Alicia Gironella y una crónica y receta del mole de guajolote por Alfonso Reyes de 1953.
Somos como esas revistas, en nosotros se reflejan las épocas en las que vivimos con todo los aciertos y todos los descaches. Frente a esa revelación me pregunto dónde vivirán hoy las tendencias por las que nos juzgarán en el futuro. Algunas ya están claro. Pero inevitablemente seremos el oso que vemos en las personas mayores cuando hacen un comentario fuera de lugar, arcaico, hasta ofensivo. Cometeremos algunos de los desaciertos de nuestra generación así tratemos de evitarlo como tratamos de evitar la muerte aunque ya sepamos que nos vamos a morir.
La comida es interesante porque en lo que comemos y en cómo comemos, no sólo se puede descubrir la actualidad, sino que se encuentra el mundo entero a través del tiempo y nos pone en evidencia.
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