Las distancias apartan las ciudades, las ciudades destruyen las costumbres, como dice Jose Alfredo Jiménez, y en la costumbre de la recolección, clasificación y usos de los hongos silvestres en México, la frase también encuentra validez. Por eso Cristina Rubio, cocinera, co-creadora del proyecto Sexto Colectivo y autora del texto de esta entrega, ha viajado a la Sierra Mixteca para aprender y documentar la relación de los hongos silvestres con algunas comunidades originarias, sus usos en la comida y su conexión con el lenguaje.
Hace más de un mes que empezaron a salir los primeros hongos del año en México. La temporada se atrasó por sequía pero las lluvias llegaron con impulso y con ella los pambazos —que además de llamarse como el sánduche callejero es un hongo de la familias de los boletus—, las morillas, las patitas de pollo, los hongos de pino, los duraznillos y muchos otros que ni conozco. Ya se ven las montañas ocres y olorosas de hongos silvestres en los mercados de Jamaica, La Merced y Abasto y se leen los nombres traducidos al francés o japonés en las cartas de los restaurantes. Pero la relación que tiene la Ciudad de México y su modernidad tiene poco que ver con las relaciones estrechas que muchos pueblos mesoamericanos han creado con los hongos a través de los siglos.
En su relato Cris comparte un viaje lleno de descubrimientos personales y micológicos, muchos que continúan siendo parte de su exploración y que harán parte de la fiesta de los hongos en la Mixteca Oaxaqueña el 30 y 31 de Julio. En Tlaxiaco, Oaxaca, continuaremos esta conversación.
Excursión a la tierra de los hongos
Por Cristina Rubio
Salimos de la ciudad a las 6 de la mañana y yo iba al volante. Estaba muy nerviosa de conducir en mi primer viaje largo por carretera pero emocionadísima por conocer la tierra prometida de los hongos silvestres comestibles. Llevábamos dos meses leyendo ensayos, tesis, artículos y libros sobre la región y los hongos comestibles que podríamos encontrar.
Cuando era niña veía los hongos crecer en el jardín de la casa cada año durante las épocas de lluvia. No estaba ni cerca de imaginar que esa era mi introducción a la riqueza de conocimiento, cultura y tradiciones que existen alrededor de los hongos en México. A regañadientes me terminaba la crema de champiñones que hacía mi mamá y ni recuerdo cuándo me comenzaron a gustar las setas. Ahora me encontraba en una carretera de curvas interminables y paisajes increíbles rumbo a la sierra Mixteca en Oaxaca. Ya llevábamos 6 horas de camino y de no ser por la compañía de Juan y Berke, mis compañerxs de aventuras, las buenas conversaciones y la parada que hicimos a comer (tacos de carne asada, creo) no hubiera soportado las 4 horas de camino que nos faltaban.
Nos rodeaba un profundo olor a bosque, humedad en el ambiente y árboles de varios tamaños en todas las direcciones que vivían en perfecto equilibrio con las milpas, las montañas infinitas, tan cerca de las nubes que casi podían tocarlas. Habíamos llegado a Yucuiji, una de las comunidades mixtecas que pertenecen al municipio de San Esteban Atatlahuca. Estábamos ahí gracias a la invitación de Osvaldo Sandoval, con quien planeamos esa visita para llevar a cabo una investigación etnográfica sobre el consumo de hongos silvestres. Osvaldo es biólogo especializado en hongos y le interesa registrar los usos gastronómicos como una forma de resguardar el conocimiento milenario que posee su familia —su abuela Estebanía es una experta recolectora—.
A nosotrxs el viaje nos serviría como piloto de nuestra exploración sobre la diversidad comestible del territorio mexicano, además del placer que nos daba poder aprender sobre hongos en una de las comunidades originarias más micofílicas de Mesoamérica. Desde hace más de 500 años existen códices mixtecas en donde se ilustra el uso de los hongos: comestibles, psicodélicos y medicinales, y un lenguaje que nombra cada una de sus partes de manera específica. Desde esa época en esas montañas, los hongos ya eran considerados un reino diferente al de las plantas y los animales y tratados de forma acorde.
La señora Estebanía nos recibió con un plato humeante y recién hecho de hongo yema de huevo —o ji’i na’a en mixteco— a la mexicana. Los sabores clásicos del jitomate, cebolla y cilantro se convertían en algo nuevo con el sabor dulce de los hongos y claro, las tortillas para acompañar eran de tamaño colosal. Una cena acogedora para una noche fría y de lluvia abundante.
En la mañana emprendimos la caminata hacia el bosque. Se unieron a nosotrxs algunxs amigxs de Osvaldo que serían nuestrxs guías y maestrxs durante la recolección. Aprendieron a recoger hongos desde pequeños mientras acompañaban a sus abuelos al bosque, de generación en generación la comunidad mixteca se ha asegurado de enseñar las características y detalles de cada hongo comestible desde tiempos prehispánicos. La colecta de hongos implica estar atento a las diferentes señales que indican que un hongo es comestible o no, un olor particular, como el aroma a humedad cárnica en el bosque, notar un destello de color en el camino, observar montículos anormales de hojas en el suelo o recordar zonas de recolección de años previos.
En un par de ocasiones señalé muy emocionada un grupo de hongos, sentía que mis sentidos agudizados los habían descubierto, pero no, no eran comestibles. Eran hongos fibrosos sin ningún sabor en especial, tanto así que el resto de recolectorxs ya los habían visto e ignorado.
Después de habernos topado con otros hongos no comestibles y un par de tóxicos, Osvaldo encontró un grupo de Amanitas basii, hongos de sombrero naranja brillante y láminas amarillas.
Eran los ji’i na’a de nuestra cena del día anterior. Me sentía como una exploradora llena de felicidad y curiosidad de estar viendo esos hongos silvestres comestibles aún en la tierra, en su origen. Aún seguíamos tomando fotos y admirando los ji’i na’a cuando Gil, uno de los amigos de Osvaldo, regresó con las manos llenas de ji’i pan u hongo de pan (Boletus rubriceps) y otros ji’i na’a. En un par de minutos había logrado encontrar una cantidad significativa de hongos. Nosotros llevábamos caminando media hora y solo habíamos visto los ji’i na´a que encontró Osvaldo.
Después de algunas horas más de caminata en donde recolectamos también té de poleo, té de limón silvestre, tréboles y yuja (acícula de pino que está en el suelo del bosque), regresamos a la casa de los abuelos. Ahí nos esperaba la recompensa de la verdadera recolección de hongos, la mesa del comedor estaba repleta de ji’i na’a, ji’i pan y ji’i cue’e —o trompa de cuche (Hypomyces lactiflorum). Lázaro, el abuelito de Osvaldo, anunciaba que pronto la comida estaría lista, pero no podíamos despejar la mesa sin antes tomar fotos, registrar nombres y seguir apreciando todos los aromas y texturas. Osvaldo abrió la puerta de un pequeño refrigerador y al tiempo que sacaba un recipiente con algunos hongos blancos, nos preguntó: “¿reconocen este?”, crucé miradas con Juan, como cómplices en un robo, y supimos de inmediato que teníamos que olerlo para confirmar si se trataba de lo que estábamos pensando. Nos mareó un aroma dulce profundo similar al de la azúcar morena, destellos de canela y especias, notas de humedad corporal, era blanco y terso con escamas beige oscuro: era un Tricholoma mesoamericanum, conocido en mixteco como ji’i yisi u hongo de aguacate en español. Fue como conocer a mi artista o personaje favorito. Habíamos leído sobre el ji’i yisi y sus implicaciones económicas, políticas y sociales, había imaginado múltiples veces su aroma y por fin podía olerlos, sentirlo y verlo en vivo y a todo color.
No podía dar crédito a la variedad de hongos frente a mí, aromas dulces, a tierra y picantes, colores amarillos, naranjas, difuminados, texturas delicadas o firmes. A mi mente vinieron los años en los que comenzó mi amor por ellos, cuando ingenuamente creía conocer muchas especies comestibles (todas cultivadas por supuesto), pero eran solo champiñones, criminis y setas. Ahora frente a mis ojos se encontraba un tesoro, una gran variedad de hongos silvestres, cada uno diferente al otro. Quería probarlos todos y además podía nombrarlos todos, tanto en mixteco como en su denominación científica.
La comida llegó a la mesa: tamales de ji’i cue’e envueltos de hoja de milpa verde y larga, el aroma que emanaban me pareció irresistible. Un sabor a hongo picante llenó mi boca. La abuela Estebanía al darse cuenta que ya estaba comiendo, me acercó un plato y me dijo que le pusiera limón a mi tamal. Yo, incrédula de que un tamal se acompañara con jugo de limón, solo le puse algunas gotas como por seguir la recomendación, pero cuando comencé a saborear esa combinación mi mente explotó y una sensación de felicidad recorrió mi cuerpo. Resaltaba el orégano, los chiles tostados, el sabor cárnico del hongo que hacían perfecta armonía con la masa y el aroma impregnado por el sudor de la hoja de milpa. Mi vida cambió.
Mientras escribo estos recuerdos casi puedo percibir el aroma a leña de la cocina de la abuelita Estebanía, imagino los sabores de los tamales, las empanadas, el mole amarillo y espero ansiosa mi siguiente encuentro con cualquier tierra de hongos.
Cristina Rubio es una cocinera mexicana. Hace parte de Sexto Colectivo, una plataforma de investigación que crea conceptos comestibles, organiza seminarios con expertos en distintos temas y talleres que promueven el enriquecimiento intelectual, creando puentes entre el campo de la gastronomía y la academia.
Ana Lorenzana es una fotógrafa y editora colombiana que vive en México. Sus fotos cuentan historias llenas de color y de comida. Pueden encontrar su trabajo aquí.