Escribir de cocina es un hábito que requiere de mucha contextualización. Es difícil, más allá de las recetas, escribir del tema sin juntarlo con algún otro campo de estudio: la ciencia de la cocina, el arte de la cocina, la historia de la cocina, la cultura gastronómica, la identidad, el periodismo y últimamente las historias de los ingredientes, de sus productores y sus artesanos. Supongo que el solo hecho de escribir de cocina es ya separarla de su individualidad como medio y acercarla a otro —la escritura— y al hacerlo reducir su capacidad de contar historias por sí sola pero abrir la posibilidad de explorar esas otras cosas que también puede llegar a ser, entre esas un lugar.
A las tres de la tarde, en la hacienda la mesa se extiende como un camino blanco y luminoso, una vía real cortada por los molcajetes rellenos de guacamole, el chicharrón, el queso blanco, las tostadas, la espesa crema de rancho que se pega a la cuchara y hay que esperar a que caiga, las carnitas, las frutas cubiertas, el acitrón, el calabazate, los dulces de piñón, los de nuez. Todo se derrite bajo nuestra lengua, nunca hemos tenido más hambre.
Elena Poniatowska, describiendo una escena en su novela La “Flor de Lis” de 1988.
Esta semana, en una salida al centro a buscar un molino de maíz, estuve comiendo por primera vez pozole verde del estilo de Guerrero en El Pozole de Moctezuma. Importa el color porque en la ciudad normalmente se encuentra pozole blanco, sin salsa, o rojo hecho con salsa de chile ancho y guajillos, entre otros que no conozco. Es verde porque la salsa la hacen con pepita de calabaza, como el mole verde, que además de ser dulce y anuezada tiene cierto sabor a grasa parrillada de cerdo. La comida no fue mucho menos que un acto de teatro. Primero presentan una bandeja llena de ingredientes en cocas pequeñas al lado de la mesa: huevo crudo, sardinas enlatadas, aguacates, orégano seco, chicharrón, crema de leche, jalapeños picados, cebolla cruda, jugo de limón y chile seco; y luego dos grandes cazuelas de barro con la sopa verde y espesa llena de carne de cerdo y maíz cacahuazintle. Una mesera agrega coreográficamente cada ingrediente a cada sopa, revolviendo primero el huevo crudo, picando el aguacate y las sardinas con el mismo cuchillo de mesa con el que recoge pizcas de chile y orégano en polvo y terminando con medio shot de mezcal en cada plato. Estábamos en la sala de una casa convertida en comedor y las cortinas que parecían faldas de muñecas estaban cerradas, así que no se podía ver ni escuchar nada afuera ni nadie nos podía ver. Completamente descontextualizado, mi único sentido de orientación, como lo ha sido otras veces, era el sabor de la sopa y como nunca había probado algo igual la única relación posible que hice fue la de estar en otro lugar, en un restaurante cerrado fuera del cual solo vería una carretera larga y polvorosa, el sol pesado de la costa o del desierto y los carros parqueados de los comensales, entre los que estaría el nuestro. Estábamos de paso. Afuera del restaurante la realidad era el sonido de los taladros hidráulicos rompiendo las calles, los carros y buses andando rápido sobre la Avenida Paseo de la Reforma, el Eje Central, el Metrobús y la Plaza Garibaldi, todo muy caótico, caluroso en esta época del año y algo desalojado por la pandemia. La vida de una ciudad grande, con sus indigentes, turistas, trabajadores y el polvo gris de la polución, no el amarillo de la arena. El pozole no sabía al lugar en donde estábamos, o por lo menos al que yo conozco, era más parecido a lo que describe Poniatowska que al centro de Ciudad de México. En mi fantasía de estar en otro lugar nos subiríamos al carro y seguiríamos nuestro camino para quizás nunca más volver fuera de nuestro recuerdos. La realidad, que es ahora un recuerdo, era distinta.
La comida como un lugar, real o inventado, pasado, presente o futuro. Algunos de esos lugares son compartidos, como las recetas de una familia o la idea de comer en un paseo, en un viaje, y pueden ser lugares comunes como el recuerdo de un restaurante concurrido o un plato tradicional: una arepa, un taco, un huevo frito en la mañana. Otros son ajenos, tanto como el que sigue a continuación, que sabemos que existió, pero la mayoría no lo conocemos.
Un lugar muy lejano
Texto de Isabella Bernal
Un par de patacones anchos y amarillos se fritan en una paila de metal brillante. Son los últimos dos que le faltan a Estiven para terminar de preparar el almuerzo de hoy. A las 11:30 a.m van apareciendo los comensales con sus cocas en la mano. Estiven, un negro alto y fornido de sonrisa coqueta que no alcanza los 25 años va llenando los portacomidas de acero inoxidable con tres cucharadas generosas de un arroz hecho con gallinas de campo que crecen ahí mismo, comiendo maíz entre los cambuches de los guerrilleros de las FARC.
Nos sentamos a cucharear ese plato casero y a pasarlo con sorbos de un jugo de mango que no necesita más que el dulce natural de la fruta. En la guerrilla se almuerza a las 12 en punto porque desde las 4:30 de la mañana la tropa está en pie. Ahora que se han silenciado los fusiles en la selva, los guerrilleros ya no salen a patrullar al Ejército sino que se levantan a estudiar y a construir salones, caminos o cuartos para los visitantes que empiezan a llegar con más frecuencia.
La estufa de la rancha, como le dicen a la cocina en las FARC, se enciende antes de que salga el sol. El tinto tiene que estar colado temprano para mitigar las heladas matutinas de la cordillera occidental mientras hierve el chocolate y se cocina el caldo del desayuno. Los rancheros de turno, que son hombres o mujeres como Estiven, asan las arepas, que aquí son una institución como en la mayoría de las casas colombianas. Un equipo de 3 está a cargo de los fogones. Ellos le cocinan a un promedio de 80 personas que viven en el campamento.
Antes la dieta eran enlatados, arroz y panela. Con el proceso de paz, eso cambió.
Las montañas de arroz, papa y yuca que muchos se imaginaban en el portacomidas de un guerrillero son un mito que se empezó a descubrir desde que las FARC se empezaron a abrir al mundo. Por estos días en los que la comida orgánica se ha vuelto una tendencia valdría la pena ponerle el ojo a las tradiciones campesinas que son las mismas que vivían los guerrilleros. Cultivos regados por aguas cristalinas que bajan de la cordillera, comida preparada y consumida al instante con escasos alimentos no perecederos y una dieta saludable que se rige por los ciclos naturales del día. La gente duerme cuando se apaga el sol, se baña cuando calienta en las tardes y se refugia cuando se descuelgan las nubes.
Lo que vale alimentar a un guerrillero como Estiven con tres comidas en las montañas del Cauca no pasa de los 15 mil pesos. Las cuentas las lleva el encargado del “economato” que es la alacena del campamento. Él escribe la lista de mercado y le entrega todos los días los ingredientes a los rancheros (cocineros). En los cajones de madera de los campamentos del Bloque Alfonso Cano se ven mangos, kiwis, ciruelas, mandarinas, y muchos tomates, cebollas y pimentones para preparar la base de todo: un hogo que no lleva más que sal y pimienta. Por acá no se utiliza el caldo knorr ni se bebe tinto dulce porque los comandantes han instalado una política de alimentación saludable para prevenir la obesidad en las tropas.
Ahora que los hostigamientos se han ido, los guerrilleros conservan ese espíritu nómada que los mantuvo alejados de la nevera durante años y por eso siempre comen fresco. Así mismo, lo poco que consumen empacado es el arroz, la pasta y el café. El resto son frutas y verduras frescas porque la remesa les llega cada 15 días. Algunas cosas vienen de la ciudad y otras de las fincas campesinas de la zona que les venden la carne, los pescados y el cerdo.
Nos sentamos a esperar la noche con una taza de aguadepanela con canela y una posta de bocachico sobre arroz blanco. Se escurre el agua de las pailas brillantes. Se cierra la rancha. Mañana hay que inventar un nuevo menú.
El texto anterior describe la dieta de las tropas de las FARC durante el cese al fuego por las negociaciones del acuerdo de paz que el gobierno colombiano y la guerrilla mantuvieron entre 2012 y 2016.
La guerrilla de las FARC ya no existe gracias a la firma del acuerdo. Sus disidencias son algo ajeno aunque sus hábitos alimenticios pueden ser similares a los de las FARC en épocas de violencia, cuando el brillo de las ollas o la llama de una estufa podía significar la descarga de una ráfaga de granadas. En tiempos de combate la cena, por ejemplo, era a las 5 p.m para evitar que el avión fantasma los encontrara en la selva. En medio del rigor de la guerra la guerrilla supo que para cuidar su vida también era necesario cuidar de la naturaleza: su refugio. Sobretodo para no dejar huellas en el camino.
Corrección: En el texto pasado escribí que la chicha y el viche son bebidas ilegales en Colombia lo cual no es cierto. Aunque han sido estigmatizadas por los gobiernos y su venta reducida durante décadas, al día de hoy son legales y pueden ser distribuidas aplicando ciertos estándares sanitarios impuestos por el INVIMA.