El viche, entre la calma de la selva y el delirio de la oportunidad
Un relato fotográfico por Daniela Camacho
A los colonizados les robaron el idioma y lo reemplazaron por una lengua colonial. Lo dijo el escritor keniata Ngũgĩ wa Thiong’o recientemente en una entrevista para The Guardian. Por eso dejó de escribir en inglés y desde los setentas lo hace exclusivamente en gĩkũyũ, la lengua que hablan sus ancestros desde antes de que llegara la colonización inglesa.
Su militancia lleva en el corazón el mismo concepto que rodea los trapiches de caña del Chocó, Valle, Cauca y Nariño en Colombia. El mismo símbolo por el que ambos, lengua y trapiches, fueron perseguidos y arrasados por sus colonizadores y los estados que nacieron después, y luego publicitados con orgullo patrio. La idea de la pertenencia.
¿A quién pertenece lo que consideramos cultura nacional una vez se forma un estado? ¿En dónde está la entrada y la salida de una tradición? ¿Y quién controla esa puerta? Desde 2021, cuando se legalizó de nuevo su comercialización, los galones de viche se venden libremente al mejor postor y la tradición vichera, que ahora camina sobre la delgada linea que divide el capital y la cultura, donde casi siempre gana el capital, parece necesitar más protección que cuando andaba escondida en el laberinto de ríos y matorrales que es el sur occidente de Colombia.
"Ahora que estamos en el boom del viche, todos nos creemos dioses o dueños o los mentores de ese producto. Y lo hemos convertido en un consumo populista, mas no un consumo consciente o con responsabilidad, o un consumo que verdaderamente lo que paga el que lo consume llegue a los territorios", dijo hace un par de años Onésimo González, su defensor más público, en una presentación de la Universidad de Los Andes en Bogotá. Su lucha, como la de Ngũgĩ, es por mantener la pertenencia de lo que deriva de su cultura.
Daniela Camacho viajó a Chocó a conocer algunos de esos trapiches y destilerías tradicionales. Sus fotos retratan parte de los procesos de producción del viche de caña, la bebida ancestral de los pobladores negros del pacífico colombiano que más allá de ser el trago de moda en Colombia, es para muchos un símbolo de resistencia y para otros una fiebre del oro.
El viche, entre la calma de la selva y el delirio de la oportunidad
Fotos por Daniela Camacho
Estas fotos fueron tomadas en Boca de Amé, La Manza en Río Buey, La Playa en Río Munguidó y otras poblaciones ubicadas en las vertientes del Río Atrato, donde la producción tradicional de viches de caña y curaos se ha ido modificando con el tiempo.
Aquí, como en muchas zonas del Pacífico, las cañas negras y moradas han sido reemplazada casi totalmente por la POJ 2878, o caña palo, un cultivo más eficiente que produce cañas más jugosas. Para algunos, el viche de la caña palo es de menor calidad que el que se hacía con las cañas moradas o negras.
Las cañas que solían prensarse en un mata cuatros, un trapiche artesanal de madera que toma su nombre por el esfuerzo casi mortal que requiere utilizarlo, ahora se prensan en trapiches mecánicos que requieren menor esfuerzo físico. Para algunos vicheros el sabor original del mata cuatros se añora por la calidad de la extracción del jugo de caña y por la mayor posibilidad de contaminación del jugo que conlleva usar los nuevos trapiches.
Según la nueva ley del viche, para regular la sanidad del alcohol los alambiques tradicionales de barro y madera deben ser reemplazados por unos nuevos de aluminio industrial, algo con lo que no están de acuerdo muchos productores tradicionales. En Boca de Amé, Ana Martínez y otras productoras siguen utilizando un alambique de madera sellado con pasta de plátano y borojó. De este extraen el viche que venden principalmente para el consumo local.
Daniela Camacho es fotógrafa documental de proyectos sociales. Estas fotos hacen parte una serie tomada para el proyecto Curandera, una iniciativa de reconocimiento y exaltación de la bebida que funciona como centro de acopio para diferentes productores de viche del Pacífico en Bogotá.