El Pacífico: el esplendoroso pero frágil límite de la esperanza
Por Eduardo Martínez de Mini-Mál
Los colombianos decimos que Colombia son muchos países metidos dentro de uno solo. Entre todos esos que se encuentran en la costa caribe, en las selvas amazónicas, subiendo por la trifurcación de los Andes y caminando los llanos orientales, se extienden también 1300 km de costa Pacífica, desde los acantilados de Nariño al sur hasta la selva del Darien al norte. Ese Pacífico colombiano es el más alejado de los países del rompecabezas nacional (no solo porque son muchas piezas sino porque nos rompe la cabeza).
Hace 20 años en Bogotá, un investigador agrónomo y una artista convertidos en cocineros abrieron un restaurante que buscaba enseñarle a la ciudad la riqueza cultural de esa región. Eduardo Martínez y Antonuela Ariza empezaron con Mini-Mál un camino de exaltación de la biodiversidad y la cocina colombiana que con el tiempo suma seguidores de forma exponencial (entre los que me incluyo), porque demuestra que la cocina puede ir de la mano con la naturaleza y con la realidad que a veces es más interesante que la imaginación.
Mini-Mál cumplió dos décadas hace un par de semanas. De esos años llevan dos trabajando en un libro que recopila su filosofía y sus experiencias, de donde sale el texto de hoy. Sorprendentemente Colombiano fue publicado el año pasado por la editorial amm. de Daniel Guerrero. Juntos han producido un gran libro para entender de dónde viene la gastronomía más colombiana, esa que se crea en los núcleos de cada uno de esos países que alguna vez fueron amarrados en uno solo y que ahora comparten un Estado desconectado y algunos platos de comida.
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El Pacífico: el esplendoroso pero frágil límite de la esperanza
Por Eduardo Martínez
Situado en uno de los rincones más privilegiados en forma de vida del planeta, el Pacífico colombiano posee una de las selvas más extraordinarias del mundo, el grado de endemismo es inigualable; en esta maravillosa naturaleza se asentaron y vivieron desde siempre grupos indígenas embera, wounaan, eperara, siapidara, tule y awá. Desde el siglo XVI, grupos de población afrodescendiente fueron poblando paulatinamente estos ríos y estos mares a medida que fueron haciéndose libres, fundiendo el saber que traían de su tradición africana, con sus observaciones y con el conocimiento que compartieron con los indígenas. Después, sucesivas migraciones desde el interior y el Caribe, y algunos extranjeros que vinieron a hacer negocios, han ido dejando su huella en el territorio y en el mestizaje.
Este proceso desarrolló una enorme potencia cultural expresada en música, comida, arquitectura, conocimiento medicinal y espiritual de las plantas locales y, por ende, métodos de cuidado de la salud y prácticas productivas muy inteligentes para desarrollar sistemas de vida que les han permitido estar asentados en este territorio sin deteriorarlo.
Las comunidades lograron configurar en todo este tiempo un sistema de múltiples actividades (agricultura, pesca, extracción de madera, artesanía, minería artesanal, cacería, producción de viche) que les hizo posible su permanencia. A pesar de contar con suelos muy pobres consiguieron desarrollar una agricultura que copia la estructura del bosque, logrando que a través del manejo de distintos estratos de vegetación los nutrientes se mantengan circulando y no se laven con las abundantes lluvias que caen en la región; han sabido muy bien qué tipo de paisaje se presta para cada producto, tienen muy claro que la diversidad de sus parcelas es lo que los protege de la erosión que producen la lluvias y del desarrollo de enfermedades y plagas en sus cultivos. También saben que esta diversidad es lo que garantiza tener comida más regularmente durante el año. Saben que deben encontrar la forma de acceder a los distintos paisajes y así tener una buena provisión, bien sea por cuenta propia o través de la relaciones familiares o comunitarias.
Los ríos y las costas han sido las venas para la ocupación del territorio y para la reproducción de su modo de vida. Porque hay que bajar a las bocanas del río a conseguir pescado, mariscos y coco e intercambiarlos por productos de la parte alta; hay que tener dónde cultivar la caña para tener miel y poder hacer viche; de las parcelas en las vegas de los ríos vienen la pepa de pan, los distintos colinos de chivo, dominico, manzano, guineo, cera, cenizo, primitivo, pacha y plátano; de allí se traen el chontaduro, el borojó, los muchos ñames, los frutales como los cítricos, las guayabas, los caimitos, el mango, el zapote, la guaba, el madroño, la guanábana, el marañón, la churima, el cacao, el bacao...
Del monte o los bosques de respaldo se trae la carne de cacería: guaguas, guatines, zorras, tatabros, venados; la madera, el mil pesos para hacer bebidas, o el corozo para hacer el techo de las casas o para comer el fruto del que también se hace leche para reemplazar el coco en las distintas preparaciones de la cocina regional.
Bajando por los ríos, en los terrenos que se encuentran antes de llegar al manglar están los naidizales de donde se trae el naidí para hacer bebidas y, cuando se aprovecha bien, se puede sacar palmito del cogollo; allí también se puede cultivar caña. De las várzeas o zonas bajas que se forman luego de las vegas altas a la orilla de los ríos se traen la papachinas, rascaderas, bores que sirven de bastimento para sancochos, tapaos y guisos. De las bocanas, de playas, manglares y del mar vienen la chaupiza, el muchillá, el piacuil, el bulgado, la chorga, el pateburro; almejas, ostiones, pianguas, ollitas, camarones y langostinos, así como la incalculable variedad de peces: alguaciles, bravos, machetajos, gualajos y róbalos, sierras, atunes, albacoras, barriletes, jureles, picudas, corvinas, peladas, pargos, meros, chernas y berrugates.
De los patios y las azoteas cercanos a las casas vienen las plantas aromáticas que le dan sabor a las preparaciones: chillanguas o cimarrones, oregón, albahacas, cebollas y cebollines de rama, poleo, ajíes dulces y picantes, tomates, pimentones, pringamozas, la santa maría de anís; amargos para curarse como el cordoncillo, el amargo Andrés y muchos otros que también se le ponen a la botella curada. Todo este vasto conocimiento y diversidad, puesto generalmente en las manos de las mujeres, han dado como resultado una de las cocinas más ricas del país.
Quien ha podido disfrutar del festival Petronio Álvarez sabe que es inobjetable que es una de las manifestaciones culturales más robustas de América; los colombianos que han podido asistir a este encuentro terminan con el espíritu expandido, conscientes de la fuerza de nuestras raíces africanas y conciliados con su identidad, sabiendo mejor cuál es nuestro lugar en el mundo. Para un extranjero es una demostración del vigor de las raíces africanas en la cultura colombiana: más de mil músicos seleccionados en tarima durante los cuatro días de festival, cocina de variedad inigualable, aromas y sabores de tapaos, guisaos y encocados, e incomparable felicidad y gozadera que se disfrutan con todas las bebidas espirituosas a partir del delicioso viche. Todo en el Petronio es memorable y una contundente demostración de lo que verdaderamente somos.
Después de vivir en el Pacífico, compartir con su gente, disfrutar la sazón de sus cocineras y divertirme sin medida, me cuesta trabajo entender cómo no hemos podido incorporar este territorio y esta cultura al resto de Colombia; seguimos sin descifrar cómo es que un patrimonio de este tamaño se une al relato nacional, a su identidad, a la fuerza productiva y, en general, a nuestro sueño de país.
A pesar de esta enorme potencia cultural, de este privilegiado territorio, su articulación se sigue dando desde el imaginario de la marginalidad.
Las soluciones para esta región siguen en general sin considerar ni sus condiciones naturales, ni la fuerza de su cultura. La oferta educativa no ha logrado poner a dialogar el acervo cultural tan magnífico con el desarrollo de destrezas para el mundo moderno, a pesar de que se han hecho distintos intentos por entender estos ecosistemas, no ha sido posible establecer dinámicas productivas que conviertan en ventajas las condiciones naturales y culturales.
Los modelos para la región siguen teniendo la mirada productiva andina: monocultivos de palma que reemplazan bosques naturales, piscinas camaroneras que desaparecen manglares, extracción de madera, minería con retroexcavadoras, dragas y uso de mercurio que devastan los bosques, erosionan y sedimentan los ríos y contaminan las aguas, e instauración de cultivos ilegales de coca en reemplazo de los bosques y de parcelas con altísima biodiversidad alimentaria.
Como estudiante, como agrónomo, como cocinero, como viajero he andado y desandado el Pacífico durante 26 años. Nuestro restaurante ha sido alimentado de muchas maneras de esta despensa increíble, hemos compartido y construido en distintos momentos con agricultores, con pescadores, piangüeras, cocineras y líderes de los movimientos sociales de la región que nos han inspirado. Podemos dar testimonio de la riqueza de esta región y del enorme valor de su gente.
La nueva Constitución Política de Colombia, promulgada en 1991, abrió una ventana de oportunidad para la región: en un hito histórico la nueva carta política, dentro de sus principios fundamentales, determina que el Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación. Dos años más tarde, como resultado del desarrollo reglamentario de la Constitución, en un hecho sin precedentes, tal vez en el mundo, el Congreso colombiano promulga la Ley 70 de 1993 “que tiene por objeto reconocer a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción y les reconoce el derecho a la propiedad colectiva”. La Ley 70 sigue siendo uno de los esfuerzos más fabulosos del país para crear el marco de la incorporación del Pacífico al resto de la nación, la ley convocó a intelectuales, a las instituciones y a las organizaciones comunitarias a un ejercicio creativo formidable para materializar el nuevo escenario de derechos y de ordenamiento del territorio. Sin embargo esta intención se fue viendo enfrentada a las prácticas políticas tradicionales, a la frágil presencia institucional en el territorio y a la terrible llegada del conflicto armado que vulneró todos los derechos de la población y dinamizó el crecimiento de economías ilegales.
Luego de casi cinco siglos se siguen repitiendo los modelos extractivistas que no han hecho más que esquilmar la región y explotar a la gente: la minería, la tagua, el caucho, la extracción de madera, la pesca industrial, casi siempre e históricamente amparados por la ilegalidad y por las instituciones que terminan a su servicio. Estas economías han logrado instalarse en el territorio muchísimo más eficientemente que el Estado. Pero la respuesta a este fenómeno no ha sido una presencia más audaz de este, sino más bien estrategias insolentes con la gente local, como la fumigación aérea con glifosato de extensas zonas que eran despensas riquísimas y en las que ahora las comunidades no pueden producir alimentos. El Pacífico hoy sigue desafiando nuestro ingenio como nación.
En estos años hemos visto cómo la cocina puede establecer puentes que muestran las relaciones virtuosas que se logran crear con la región, la cocina que hagamos puede restablecer el vínculo con nuestro territorio y nuestra cultura pacífica; junto con la música, ha hecho entender desde el sabor el valor de todo el conocimiento tradicional que se ha preservado en la región.
La visibilización de la cocina local, junto a la incorporación de la cocina regional a las propuestas de cocinas más modernas y urbanas, sumado al trabajo de los ambientalistas y a que en los años recientes se ha hecho más accesible para más colombianos visitar la región, nos ha hecho más conscientes de la enorme responsabilidad que tenemos de cuidar este refugio de la vida.
Mantenemos la esperanza de que esta cocina ligada al territorio y alimentada de la cultura logre sensibilizar al público y a los políticos y convencerlos de que en la protección de nuestras raíces están nuestras posibilidades para el futuro; asimismo, que permita mostrarle a los modeladores del desarrollo que otro tipo de relacionamiento con el territorio es posible. La cocina está señalando un nuevo modelo de articulación con la región donde nos decidimos por productos obtenidos en prácticas sostenibles que promueven un ingreso a las comunidades locales que les permite permanecer en el territorio y vivir con bienestar, un modelo que reconoce genuinamente el valor del conocimiento local, un modelo sensible que entiende las capacidades del ecosistema y de la cultura y ayuda a mantener el equilibrio local; que promueve la diversidad regional y estimula su reproducción. Un modelo que reconoce cada vez más a las cocineras locales, que las proyecta como líderes en su comunidad, que les abre posibilidades para vivir mejor, y que hace más vigorosa y sólida la expresión de la cocina nacional. Poco a poco vamos construyendo las señales necesarias para viajar en esta dirección.
La cadena de pesca justa y responsable que hemos establecido entre restaurantes y pescadores artesanales, con una variada oferta de productos marino-costeros, respetuosa de las temporadas es una buena señal. Las posibilidades que se le abren a las comunidades recolectoras de vainilla desde la demanda en los restaurantes para su repostería, o la presencia que ha ido ganando el viche en las mesas y celebraciones, ya que ahora es mirado con respeto y admiración por locales, un conocimiento ancestral que nos permite disfrutar una deliciosa y noble bebida que hasta hace poco subestimábamos son solo algunos ejemplos que muestran que los diálogos que permite la cocina están empezando a construir una nueva manera de relacionarnos con esta maravillosa región.
El Pacífico y sus cocineras no solamente nos dieron una manera de entender el sabor, indudablemente la relación del restaurante con la región se volvió uno de sus distintivos. No es solo que dos de nuestras jefes de cocina durante esta cantidad de años, Celmira Valencia y Lina Banguera, fueran de Guapi y eso nos permitiera enriquecer el diálogo con la región y hacer más fluidos los procesos creativos. Del Chocó en Andagoya llegó nuestra jefe de bar por más de 14 años, Samira Rivas. De Cali llegó nuestro queridísimo y carismático jefe de salón durante dieciséis años, Fabiani Lucumí.
En verdad, el Pacífico sembró nuestra motivación más profunda para andar el camino que comenzamos hace 18 años; esta región selló el compromiso de nuestra cocina con la biodiversidad, la diversidad cultural y la creatividad, y esta fuerza no se agota, seguimos desde nuestro quehacer explorando los caminos que al fin destraben nuestra relación con el Pacífico. Al final de cuentas creo que de tanto andar y compartir con la gente del Pacífico, aunque de piel blanca y pelo más bien liso, ¡soy Pacífico!
Desde el 2000 Eduardo Martínez se ha dedicado a investigar de la mano de varias comunidades sobre ingredientes y preparaciones tradicionales, las cuales usa como inspiración en el diseño de los platos del restaurante. Defensor y promotor de la cocina, las cocineras y la tradición gastronómica del país.
Amm. Hammbre de cultura es una editorial colombiana liderada por Daniel Guerrero. Su primer libro, Envueltos, ganó el premio al mejor libro del mundo en los Gourmand Awards de 2021. Sorprendentemente Colombiano es su segundo libro.
Una versión de este artículo fue publicado anteriormente por Frito.lat, un medio independiente de difusión de las culturas gastronómicas de Latinoamérica.