Gula es gratis y llega al correo cada dos semanas. Suscríbanse para recibir todos los textos y si quieren donar pueden hacerlo a través de nuestro Patreon.
A principios del siglo XX en Alemania se consolida la teoría psicológica Gestalt, la cual propone que nuestra visión del mundo se basa en la organización perceptual. Es decir que el mundo que cada quien percibe no es una fotografía de una realidad compartida (como la que tomaríamos con una cámara) sino una organización subjetiva de todo lo que absorbemos a través de los sentidos. El principio básico de esa organización perceptual es que es indivisible y que es una construcción mayor a la suma de sus partes, porque en esa suma emergen elementos que por separado no se percibían. Un ejemplo de esto es la percepción espacial, que se basa en muchas percepciones sensoriales pero que percibimos en nuestra mente como una sola idea materializada.
Hace algunos años en Nueva York vi al chef Ignacio Mattos hacer un sánduche de sardinas. En el primer intento notó que el pan de centeno sobre el que esparcía la mayonesa era más compacto en los bordes que en el centro y eso hacía que el primer bocado fuera demasiado seco. En el segundo sánduche esparció la mayonesa como una corona y no plana sobre el pan y acostó las sardinas en forma de cuadrado con los lomos apuntando hacia los bordes. De esa forma el borde seco y compacto tenía mayor proporción de grasa y carne que el centro suave y poroso del pan donde la mayonesa tiende a humedecerlo demasiado. El primer bocado seguía siendo diferente al segundo, pero ya no era menos placentero. Fue la primera vez que entendí que cocinar es una serie de pasos que se informan entre sí.
Estas dos ideas, que nuestras realidades son la suma de nuestras percepciones y que las percepciones se informan entre sí, son las que explora Juan Escalona en el siguiente texto. Aplicado a la cocina esas agencias parecen ser parte del sentido común, pero poco se enseñan en las cocinas o en los libros de cocina y más bien se reemplazan por la idea de que los pasos y las reglas al cocinar son universales e incuestionables. Nada más alejado de la realidad, sea cual sea.
¿De qué nos estamos perdiendo?
Por Juan Escalona
Recuerdo muy bien una noche ajetreada trabajando en la cocina de Máximo Bistrot, cuando todxs estábamos obsesivamente enfocados en nuestras tareas mientras la impresora de comandas escupía tickets a toda velocidad. Por unos segundos desvié la mirada para prestar atención a otro de los cocineros y no pude evitar asombrarme por la maestría con la que lograba dar vuelta a una orden de ravioles. Levantaban vuelo entre la mantequilla avellanada con ritmo y simetría suficientes para justificar las cientos de horas de práctica dedicadas a voltear pastas y vegetales en esos elegantes sartenes Mauviel que sumaban otra cuota de placer visual a la escena. Desde ese día, en medio de cada servicio aunque fuera el más ajetreado —o especialmente si lo era—, dedicaba algunos segundos a ver las pastas volar entre las salsas y la violencia del fuego de la estufa.
Llevo años sumergido en este oficio de cocinar, pero hasta hace poco comencé a notar un patrón: cuando pienso en comida me concentro en imaginar el producto final, desplazando los procesos que lo preceden (procesos que pueden ser hermosos y que hasta disfruto) a un mero trámite, como si fueran una burocracia. Si me endeudé para comprar un nuevo Mauviel es porque quiero ver una cocción homogénea en las carnes y los vegetales o lo que sea que tenga que ser salteado, pero también porque son bellos y su revestimiento de cobre los hace elegantísimos. Si compré un nuevo libro de comida rusa (The Art of Russian Cuisine de Anne Volokh, que recomiendo mucho) es porque necesito probar ese áspic de salmón que robó mi atención cuando pasaba las páginas por primera vez frente al estante de la tienda, pero también por la satisfacción de agregar un libro nuevo a la biblioteca de cocina. Si se me antoja un ceviche no pienso primero en el olor costero y salino de la pescadería o en la cerveza fría que me voy a tomar mientras lo preparo, sino en el sabor ácido de un plato helado de ceviche y en nada más. Hay miles de ejemplos en los que mi mente hace un viaje cuántico de las ideas a los resultados sin darle la atención necesaria al placer que se puede encontrar en la acción.
Fue hasta que encontré un ensayo que mi descuido me cayó como un balde de agua helada. Thi Nguyen, filósofo de la Universidad de Utah, en su ensayo The arts of action pone en perspectiva un campo de la estética que ha sido consistentemente descuidado por el enfoque general al estudio de los productos finales, a los resultados por encima del proceso. Los denomina las artes de la acción, y estas contemplan y estudian nuestras propias deliberaciones, decisiones, reacciones y movimientos, partes importantes y ricas de la experiencia de nuestras vidas más allá del objetivo final de las acciones. Desafiando a Maquiavelo, para Nguyen los medios informan al fin, lo justifican y hasta pueden llegar a serlo. Y esto es importante para nosotrxs porque su discusión considera también las acciones en la cocina:
“The process of cooking, too, is full of aesthetic delight, from the gorgeous aromas of a simmering braise to the lovely sizzle of vegetables hitting oil. And many of these Aesthetic experiences are distinctively agential. There is an interaction between one’s sensual awareness of the ingredients —how they smell and look and sound as they simmer and fry— and one’s cooking choices, as informed by that awareness. Food writer John Thorne suggests that modern food culture separates the process of food creation from the eating itself, and socializes us to think that the food creation is just a chore —a mere instrument to the central aesthetic experience of the finished product.”
Más allá de los sizzles, looks y sounds de los ingredientes, Nguyen hace una mención constante a los movimientos detrás de las acciones, quizás uno de los elementos estéticos más descuidados de la cocina, como aquellos que protagonizaba mi compañero de línea en Máximo Bistrot, una coreografía que puesta en otro contexto, quizás uno más popularmente artístico, sería el objeto central de nuestros deseos y no simplemente un método de cocción.
Esto me ayudó a poner en perspectiva aquellas acciones en la cocina que van más allá de los recurrentes olores, sabores y texturas que reconozco como fuentes importantes de admiración y placer. Algunas que son netamente personales como el placer que me genera etiquetar los contenedores de la comida antes de guardarlos, algo que no solamente lo hago en el trabajo sino también en mi vida cotidiana. ¿Disciplina?, ¿manía? Sin duda una herencia de mi experiencia trabajando en restaurantes. Lo cierto es que al hacerlo, consciente o inconscientemente, me aseguro una fuente personal de placer visual cada vez que abro el refrigerador y puede ser esta la razón, más allá de la organización, de mí organización. Hay miles de ejemplos, como la sensación de fluidez en las manos que se siente al limpiar una pieza de carne con un cuchillo recién afilado o el sonido y el pequeño empujón de la presión de gases liberándose cuando se abre un tarro de algo fermentado o la gratificación que se siente cada vez que uno libera exitosamente de la cáscara a un pistacho o separa las yemas de las claras sin que se rompan. Cada cual tendrá sus propios ejemplos.
En su ensayo Nguyen menciona casos donde diferentes atenciones estéticas pasan a planos secundarios en la cocina, como el rol de la imaginación o el enfrentamiento cognitivo frente a un plato elaborado de un restaurante elegante —¿cómo demonios se come uno esto? Y una de esas es que existe un desequilibrio en el nivel del privilegio cognitivo que el gusto, el olfato y el mismo tacto sostienen en contra del que gozan la vista o el oído u otros sentidos en la comida, una estratificación sensorial que refleja incluso la ya oxidada categoría de Beaux Arts, donde la cocina ni siquiera pudo aspirar a jugar un papel. Esta ontología estética fue postulada por Kant en su Crítica al Juicio, donde establece una serie de parámetros filosóficos de nuestra interacción con la belleza. En ese ensayo estipula lo siguiente:
“Se llama ordinariamente útil, lo que puede satisfacer las necesidades más groseras, como lo que puede procurarnos lo superfluo en la comida y la bebida, o el lujo en nuestro vestido, en nuestros muebles, y la prodigalidad en los festines.”
Se podría asumir que en el siglo XIX las condiciones de salubridad pudieron afectar la percepción de la alimentación, y por ende motivar la aceptación de esa idea, pues ese ensayo fue publicado en 1790 y no fue hasta 1864 que el método de pasteurización fue desarrollado, cambiando definitivamente nuestra percepción y confianza al comer, liberándonos del miedo y brindándonos la posibilidad de gozar de la comida, un placer hasta el momento reservado exclusivamente para las élites. Más allá de esas diferencias históricas —y el debate sobre si se pueden juzgar las acciones fuera del contexto histórico en el que ocurren— es importante mencionar que debido a esa institucionalización estratificada de las bellas artes la cocina aún hoy no cuenta con los mismos recursos intelectuales ni económicos que otras expresiones artísticas poseen.
No estoy tratando de decir que se debe categorizar a la cocina como un arte, ese tren ya pasó, sino algo más sutil y quizás más perdurable, lo mismo que propone Nguyen: que se puede dirigir el enfoque de quienes cocinamos a los procesos y las acciones que hay detrás del plato final y quizás ahí encontrar los recursos estéticos que hemos pasado por alto, y que cada uno de esos recursos influencia de alguna manera nuestra toma de decisiones, y eso es cocinar tanto como lo es picar, guisar y comer. Esa idea —que las acciones que ocurren simultáneamente interactúan, influenciándose y cambiándose entre sí— se denomina agencia y es esencial en el planteamiento de Nguyen.
“[...] agency is virtually everywhere. Whenever entities enter into causal relationships, they can be said to act on each other and interact with each other, bringing about changes in each other”
Stanford Encyclopedia of Philosophy
Y aunque según esa definición la encontramos por todos lados, la agencia pareciera ser una idea filosófica definida específicamente para las acciones en la cocina, en ejemplos tan cotidianos como ir al mercado y seleccionar la fruta o en la orquestación del servicio en un restaurante o la lectura de una receta de un libro mientras intentamos interpretarla en casa. La agencia está en las acciones, motivaciones, pensamientos, y también en todas esas revelaciones que se materializan como agentes estéticos durante la acción de cocinar.
La próxima vez que cocinen intenten notar qué es eso que previo a comer los motiva, además del hambre. Qué colores, aromas, movimientos y sonidos atrapan su atención y revelan dimensiones ocultas de la estética y la belleza que sustentan a nuestros alimentos. Y cómo esas estéticas interactúan entre sí y los influencian, a veces incluso cambiando completamente los planes que tenían cuando empezaron a cocinar. Esa es nuestra interacción con la belleza detrás de las acciones, como yo mismo he comenzado a notar después de las revelaciones de Nguyen.
Juan Escalona es un cocinero y biólogo mexicano fundador de Sexto Colectivo, una plataforma que crea conceptos comestibles y organiza seminarios que promueven el enriquecimiento intelectual, creando puentes entre la gastronomía y la academia. Pueden seguir sus eventos e investigaciones acá.
Este texto fue basado en el ensayo What's missing from cookbook reviews de Thi Nguyen originalmente publicado en el blog Aesthetics for Birds.
Que felicidad me da tu lectura, que felicidad ver qué lo disfrutas, y que felicidad es ser familia