De la granja al filtro
Así como todos comemos, en el extraño microcosmos de la historia reciente todos somos escritores también. Por Cole Hager
Cada dos semanas, después de editar, revisar muchas veces y publicar este niusleter, llega el momento de empezar a pensar en la siguiente entrega. Los parámetros son claros: publicar textos acerca de la comida y el comer y lo que eso significa en distintos ámbitos de la vida, para diferentes personas y en diferentes lugares. En la practica las cosas a veces se complican, porque esos ámbitos de la vida en donde la cocina tiene un significado pueden ser cualquiera y porque muchas veces quienes mejor conocen esas relaciones no son los mismos interesados en traducirlo a la página. Cocinar y comer no es lo mismo que escribir, pero en la larga historia de nuestra relación con la comida (que no es más ni menos que la historia de la humanidad) esas dos formas de expresión nunca habían estado tan cerca como ahora. Quizás es porque nunca antes habíamos tenidos tantas herramientas disponibles, ni tanta disposición, tiempo e incentivos para compartir lo que comemos y cómo comemos y dónde comemos y por qué.
De eso se trata el ensayo a continuación, escrito por Cole Hager y traducido y revisado para este niusleter. Cole, un escritor de Estados Unidos y un lector interesado en la historia de la literatura y el mundo editorial, explora la relación íntima de lo que escribimos y lo que comemos, cómo se ha construido a través de la historia, y hasta dónde ha llegado. Desde el tratado gastronómico hasta el post, desde Brillat-Savarin hasta Chef’s Table, lo que comemos siempre ha sido parte de nuestra obsesión con nosotros mismos y de las formas en que nos presentamos ante los demás. Este niusleter (esta forma de documentar y compartir lo que comemos) es ejemplo de eso.
De la granja al filtro
Por Cole Hager
Largo y pródigo ha sido el reino del crítico gastronómico: Señor de las cocinas, príncipe de las aperturas, pretendido tanto por la agudeza de su lápiz como la de su paladar, y rey soberano de la lista del New York Times bestsellers; el chef convertido en escritor y el escritor convertido en foodie entre nosotros ha disfrutado del dominio constante de nuestra atención desde que el pensamiento empezó a ser documentado.
Sin duda la historia humana está bañada en tanto aceite como en sangre. Sobre esto existe suficiente literatura. Con la llegada de cada nuevo medio de comunicación (desde el jeroglífico hasta el newsfeed) el apetito cultural por la literatura sobre comida se ha abierto cada vez más, incluso al punto de amenazar con suplantar nuestro amor por la comida misma. En muchos casos, cada vez más comunes, la foto de una tostada de aguacate perfectamente encuadrada tiene más peso y genera más capital en la sociedad moderna que la tostada misma. Dicen, en 2021, que una foto vale más que mil tostadas.
Aún así todos comemos. Es más, la vida misma podría entenderse como un ritmo interminable de picar y masticar. Pero de repente, en el extraño microcosmos de la historia reciente (y específicamente la muy, muy reciente), todos escribimos sobre eso también: somos periodistas de los restaurantes que frecuentamos, algunos con la seriedad de un inspector de Michelin y más lectores que los críticos más reputados del planeta; bardos de nuestras propias dietas, tan influyentes como Julia Child; poetas laureados del plato de comida con mejor puesta en escena que una fonda común y teléfonos celulares capaces de competir con veteranos fotógrafos profesionales.
¿Qué es lo que en verdad está pasando? ¿Qué hay, más allá de simples avances tecnológicos, detrás de nuestras obsesión por documentar y publicar lo que comemos? ¿Qué nos pueden decir los blogs de recetas libres de gluten, las selfies en restaurantes y los hashtags #foodies acerca de nuestra condición humana? ¿Y entre todo esto dónde queda entonces el humilde crítico gastronómico?
Puede ser que la estamos cagando. “No te llames a ti mismo filósofo” escribió Epicteto, y “no hables de cómo se debe comer, sino come como se debe. Recuerda que Sócrates también rechazó toda ostentación y fastuosidad”.
Seguro. Díganle eso a Pete Wells, el provocativo crítico del New York Times, o a Ignacio Medina de El País, o a cada profeta vegano que alguna vez haya abierto una cuenta en Instagram.
¿Cómo nos hemos alejado tanto de la idea platónica en la conversación sobre la comida? ¿Y qué riesgo corremos al no ponerle atención a las palabras de Epicteto? Puede que peligre más la forma en que experimentamos la comida que la comida misma. Mientras nuestras vidas e identidades se entrelazan cada vez más (en algunos casos hasta ser inseparables) con lo que comemos y con las complicadas formas en que construimos historias y espectáculos sobre el comer mismo, el valor y la esencia de la literatura culinaria viven en constante peligro de degradación, frivolidad y saturación tan extrema que puede empujar muchas de sus formas al abismo de la inercia.
Como en todo, es mejor ver al pasado para entender el presente. Los egipcios tenían mucho que decir sobre la comida, tanto como cada cultura posterior a la difícil invención de la escritura. Exaltaban los muchos usos del ajo, la pureza moral de los peces y disfrutaban comparando los precios de las libras de verduras. Los romanos irrumpieron aportando nuevas formas de hedonismo: los innovadores de las comidas de tres tiempos, pioneros de comer acostados en la cama (mucho antes que Rappi y Ubereats) e inventores de la democracia, fueron el más grande y desvergonzado grupo de sensualistas hasta que los Estados se declararon Unidos. Mientras más extravagante el banquete y con más libertad fluyera el vino, más común era encontrar a las clases altas romanas vomitando entre platillos, con propósito y aplomo, simplemente para hacer más espacio en sus estómagos y así mantener la fiesta –y el festín– andando.
Los griegos trataban la comida con un poco más de respeto, filosofando sobre el qué y el cómo comer y sobre lo que eso significaba en relación a la vida, la muerte y la existencia. Epicuro de Samos, homónimo del “epicúreo” y santo patrón de los oportunistas del carpe diem en todos lados, elevó a la experiencia sobre todas las otras cosas al declarar al placer como la verdad máxima y el centro del conocimiento. Su rival Epicteto, siguiendo a Sócrates, predicaba lo contrario condenando al #YOLO inmoral e invitando a todos a acercarse más a la comida y menos a las fotos para Instagram.
La narrativa y la literatura también dependen de la comida en algunos de sus pasajes más artísticos y conmovedores. ¿Qué sería de la Biblia sin las manzanas? ¿Dónde quedaría Shakespeare sin el flujo del vino o el cáliz envenenado? “…those who ate this honeyed plant, the Lotus, / never cared to report or return: / they longed to stay on forever, browsing on / that native bloom, forgetful of their homeland.” Homero y su Odisea no serían nada sin la innata gasolina poética del comer, la glotonería y la tentación que hacen una simbología maravillosa.
Algunos de los mejores textos de Mark Twain surgen de su amor por comer durante las jornadas de aventura. Marcel Proust le debe una que otra cosa al poder literario de cierta galleta francesa. Una aversión específica a las berenjenas conduce parte de la acción en El amor en los tiempos de cólera de García Márquez. El gran Gatsby, de Fitzgerald, sería menos divertido sin los exuberantes festines y borracheras de los años veinte y en Las correcciones (de Jonathan Franzen) se perdería su irresistible encanto sin la histeria de la escena gastronómica de Chicago. ¿Quién es Eliot (¡y Prufrock!) sin el durazno?
Entre la no ficción lo más irresistible viene de la tradición de escritores como Upton Sinclair y las famosas recetas y memorias de Julia Child. Mientras que Child se lleva el premio de haber popularizado las técnicas y tradiciones de la cocina regional francesa en EE.UU, Sinclair fue pionero del agitador ensayo económico-gastronómico y quien, principalmente en La Jungla, expuso los horrores de la industria de los cárnicos y la pérdida de la seguridad alimenticia inherente a la producción masificada de alimentos. Fue su escritura que dio un tinte político (Marxista y capitalista por igual) a la discusión ética y económica de la producción y consumo de alimentos en masa.
Desde Sinclair muchos autores asumieron posiciones de activismo. Deben quedar pocos lectores (incluso entre aquellos sin interés en la cocina) que no noten la inmensa popularidad de escritores como Michael Pollan y de libros y documentales como Food Inc, Seaspiracy y Cowspiracy, que con discursos anti corporativos, anti modificación genética y anti comida rápida generan presión real sobre políticos e industrias para cambiar legislaciones y reformar las prácticas más dañinas de las dietas industrializadas que ponen en peligro la salud del planeta y sus habitantes.
El poema, la novela, el cuento, el manual, el tratado, el periódico son medios completamente diferentes pero unidos en su permanente obsesión por lo que comemos. Pero con la llegada y el dominio del internet y las redes sociales, los guardianes tradicionales de la industria editorial –y en ellos la posibilidad de capturar la atención de las masas a través del arte, las opiniones, recetas y críticas personales– han sido vencidos, debilitados por el poder del post y por el freno, o quizás la redirección, de nuestra capacidad de atención. Cuando compartir nuestras ideas, y por ende nuestra cena, se reduce solo a pulsar un botón, ¿cómo entendemos los cambios en nuestra alguna vez preciada relación literaria, pública y privada, con la comida?
Para mí la comida siempre ha sido un tema fascinante y una parte integral en la comprensión de mi vida, mi identidad y la historia que me cuento a mí mismo sobre quién soy. Es igualmente vital para entender nuestro sentido del lugar. Como en cualquier narrativa el escenario es parte esencial de las historias que contamos sobre nuestra propia vida y, por lo menos para mí, es común entenderlo a través del acceso nostálgico de lo que ordenamos en algún lugar, o dónde comimos, bebimos, cocinamos, etcétera.
Silicon Valley está lleno de personas inteligentes capaces de entender eso muy bien y el surgimiento de las aplicaciones sociales basadas en feeds prácticamente confirma esta tendencia. El crecimiento de las redes sociales es un cambio en el paradigma de cómo los humanos nos relacionamos y mediamos en nuestras relaciones con todo lo que nos rodea, desde las comidas que amamos a las bandas que seguimos a las ideologías a las que nos suscribimos e incluso hasta nuestro propio ser y centro más introspectivo.
Invertimos tanta fuerza emocional y voluntad en el feed que son estas plataformas, ese papel y esa tinta, donde las personas realmente se convierten en escritores. Con cada post y cada trino intentamos convertir esa inversión en una señal hacia el exterior –como productores publicitarios de nuestra propia realidad– transformando nuestra vida en contenido de internet hecho para el beneficio de unas compañías gigantescas en las que ni pensamos. Curamos y luego consumimos nuestra propia historia, pero sólo después de que cada escena haya sido aprobada decenas, cientos o miles de veces.
La rigidez, la pasión, la ansiedad y la destreza con la que documentamos, criticamos e involucramos nuestra identidad con lo que comemos (como si fuera un accesorio o una banda de moda) es impresionante y es evidencia de un cambio sin precedentes en lo que significa escribir sobre nosotros mismos y cómo eso nos retrata frente al mundo y frente al espejo.
“Soy querido, luego existo”
Así como el árbol que se cae en el bosque sin nadie que lo escuche no suena, tampoco un plato de huevos benedictinos tiene sabor sin ser compartido ni tener una cantidad de me gusta apropiada para el círculo de consumo en el que orbita.
No hay nada malo en la democratización de las herramientas editoriales así que no se detengan mucho a pensar en el conservatismo de estas páginas. Que todos tengamos la capacidad de convertirnos en grandes escritores o de tener éxito en cualquier campo sin importar el color de nuestra piel o nuestro género es realmente un paso de la humanidad del que debemos estar orgullosos, y la eliminación de las barreras editoriales que nos ofrecen las redes sociales y el internet ayuda a producir talentos increíbles que no habrían podido ser posibles sin ello. Nuestro acceso a la alta cocina (a las recetas, técnicas y hasta restaurantes) es más sencillo y menos restrictivo que nunca antes. Una persona sin trabajo podría pasar de cero a conocedora de café en menos de una semana. Está todo disponible, y mejor aún, estamos invitados a contribuir.
Pero cuando todos usamos el mismo sombrero, o el mismo reloj, el modelo pierde un poco su valor. Cuando cualquiera puede competir en los Juegos Olímpicos, o conseguir un lugar en Iron Chef, o publicar sus pensamientos sobre qué es mejor comer durante una luna menguante, la información y la sabiduría se vuelven tan numerosas y fáciles de obtener que la autoridad de lo que leemos empieza a ser sospechosa. Queremos y esperamos que la excelencia siga manteniendo su lugar apropiado pero el caudal de información que compite por nuestra atención cada minuto, en cada medio y en cada dispositivo viene con un costo que tenemos que pagar. Mientras sacrificamos nuestra capacidad de atención y cedemos espacio en nuestras mentes a las vidas digitales, corremos el riesgo de alejarnos cada vez más de los simples placeres de la cocina y la comida.
Soy tan culpable como cualquiera, hasta admito que los 100 likes o más que pueda recoger mi siguiente post culinario es miedosamente más valioso y me genera más placer que la comida misma, cuyos sabores a veces apenas puedo recordar si lo que busco es su inmortalización en mis redes sociales. La experiencia de comer se ha vuelto secundaria frente a la foto que quiero publicar.
¿Sería tan malo permitir que la comida que compartimos con nuestra mamá, o novio, o grupo de yoga permanezca solamente como una experiencia compartida? ¿Algo que recordar sin tener que convertirlo en una abstracción para las masas, que se aleja tanto del placer y del gusto como el mismo iPhone?
Esta no es de ninguna manera una observación novedosa. Pero escribir debería hacer más que simplemente reflejar el mundo que se intenta representar. Las formas de las que hablamos de la comida deberían alimentar nuestro entendimiento y enriquecer la experiencia misma de comer en vez de distraer y extraer de lo mismo. Es seguro que la embestida del internet hará mucho bien al mundo de la cocina y de la escritura. Pero me preocupa que a nosotros, los que comemos y leemos, nos haga olvidar (como olvidamos comer) del potencial que hay en explorar, larga y consideradamente, el infinito tema que es la comida.